El inspector Bouzo se
detuvo junto a la escena del crimen. No cabía duda alguna sobre
quién era el culpable.
Sentado en el suelo, sobre un charco
de sangre, un hombre de unos cuarenta años se abrazaba las piernas.
Ojos enrojecidos, aún moqueante. Si no fuera por los años que
llevaba en la profesión, Bouzo hasta se habría compadecido de él.
Unos pasos detrás del hombre, el cadáver reposaba sobre la acera en
una postura extraña, tapado con una manta reflectante. Bouzo dejó
al hombre, custodiado por sus compañeros, y se dirigió a ver el
cuerpo. Debajo de la manta encontró a una mujer de unos treinta
años, pelo corto, mirada ya perdida, apuñalada repetidas veces. En
un análisis preliminar, observó que la mujer llevaba ropa cómoda,
zapatos planos, anillo de casada. Bouzo suspiró. Por supuesto. Otro
crimen pasional. Siempre lo mismo.
El inspector volvió
con el culpable mientras un agente le pasaba la documentación del
caso.
—Señor Martínez,
soy el inspector Bouzo.
¿Podría explicarme qué ha sucedido?
El hombre estaba
ensimismado, mirando al frente. El sudor le chorreaba por la cara.
—Señor Martínez,
¿qué ha ocurrido?
Maldito calor —pensó
Bouzo—. Siempre hace que los locos salgan a la calle y me den el
día.
—Señor Martínez,
mi paciencia tiene un límite. Hay testigos que le vieron apuñalar a
la víctima. El arma homicida estaba en sus manos cuando llegaron los
agentes. Da igual que me cuente lo que ha pasado aquí, pero eso
podría ayudarle.
El hombre levantó por
primera vez la vista hacia el inspector. Tenía los ojos inyectados
en sangre, la cara pálida llena de salpicaduras, las manos
temblorosas.
—Yo... —balbuceó
—. Fue la primavera.
Bouzo suspiró. No
tenía ninguna gana de estar en plena calle con ese tarado, pasando
calor, pero tenían que esperar a que el
juez
levantase el cuerpo y, además, era el mejor momento para sacar una
confesión al asesino.
—La primavera
—respondió el inspector—. Continúe.
El hombre sollozó.
—Si quiere le cuento
yo lo que ha pasado, a ver si acierto. —dijo Bouzo—. La señora
Roca y usted tenían alguna clase de lío. Dado que usted no lleva
anillo de casado y ella sí y sus direcciones no coinciden, deduzco
que ella puso fin a esa relación y usted decidió acabar con su
vida. Si los agentes no hubiesen intervenido a tiempo seguramente
después habría acabado con la suya propia. ¿Me equivoco?
El inspector había
visto tantos casos iguales, con el mismo patrón, que prácticamente
podía rellenar el informe sin mirar la escena del crimen.
—Yo... ¡No! ¡Fue
la primavera! —respondió Martínez.
—Sí, sí, eso ya lo
sabemos todos. La primavera la sangre altera. ¿Qué me va a contar a
mi?¿Sabe cuántos casos como este tenemos cada año cuando empieza
el calor? ¡Haga el favor de serenarse y contarme qué ha ocurrido,
hombre!
—Ella y yo... no...
¡Nunca! ¡La… la primavera! ¡No teníamos un lío!
El inspector empezó
a desesperarse. Las moscas zumbaban ya a sus anchas por la escena del
crimen. El juez no llegaba y el loco que tenía a sus pies no iba a
cooperar. Suspiró.
—Mire, como quiera.
En cuanto levanten el cuerpo nos vamos todos a comisaría y le
aseguro que usted va a pasar una larga temporada en la cárcel. Si no
quiere contar su historia es su problema.
Bouzo dio media vuelta
buscando a algún agente que pudiese traerle una botella de agua y
meter al imbécil en algún coche patrulla.
—Ella... —dijo
Martínez en un susurro
El inspector se dio la
vuelta, cabreado.
—Ella ¡me estaba
torturando!
—¿Cómo?
—Yo... Yo ya no
podía más... Yo, no podía ni salir a la calle. ¡Por su culpa! —El
hombre sorbió los mocos que se deslizaban por su labio—. Ella...
¡Usted no sabe lo que es eso! ¡No lo sabe! ¡Me torturaba porque
sí, sin conocerme de nada!
Bouzo miró intrigado
al hombre
—¿No se conocían
de nada y le torturaba?
—Bueno... Nos
conocíamos, sí, pero no, no personalmente.
—¿Qué quiere
decir?
—Bueno, yo, yo...
Pues bueno, que la conocía de cuando iba a la farmacia.
—Continúe.
—De repente ella
decidió torturarme. Decía que no me
podía dar la medicación, que volviese el día siguiente. Y así
todos los días. ¡Ya le digo que era una tortura! Sí, una
tortura...
Lo sabía —pensó
Bouzo—. Un loco, y encima sin medicación.
—¿Y qué era lo que
no le quería vender, exactamente?
—¡Los
antihistamínicos, por supuesto! ¿No ve en el estado que estoy?
¡Casi ni puedo abrir los ojos de lo que me pican!
El inspector hizo un
gran esfuerzo para controlar la risa y las ganas de meterle un sopapo
al tipo.
—¿Los
antihistamínicos?
—Sí.
—¿Y por qué no fue
a otra farmacia a buscarlos?
—Yo... Bueno...
Yo...
El hombre se quedó
callado, pensando. Bouzo fue consciente de que
nunca se le había ocurrido la idea.
Dio media vuelta, hizo un gesto a uno de los agentes y se subió al
coche.
¡Jodida y estúpida
primavera!
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Para mis compañeros documentalistas y bibliotecarios de la AE
Yavannna
¡Maravilloso!😍 Gracias por este estupendo relato.😘
ResponderEliminar¡Maravilloso!😍 Gracias por este estupendo relato.😘
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