martes, 9 de mayo de 2017

Maldita primavera

El inspector Bouzo se detuvo junto a la escena del crimen. No cabía duda alguna sobre quién era el culpable.
Sentado en el suelo, sobre un charco de sangre, un hombre de unos cuarenta años se abrazaba las piernas. Ojos enrojecidos, aún moqueante. Si no fuera por los años que llevaba en la profesión, Bouzo hasta se habría compadecido de él. Unos pasos detrás del hombre, el cadáver reposaba sobre la acera en una postura extraña, tapado con una manta reflectante. Bouzo dejó al hombre, custodiado por sus compañeros, y se dirigió a ver el cuerpo. Debajo de la manta encontró a una mujer de unos treinta años, pelo corto, mirada ya perdida, apuñalada repetidas veces. En un análisis preliminar, observó que la mujer llevaba ropa cómoda, zapatos planos, anillo de casada. Bouzo suspiró. Por supuesto. Otro crimen pasional. Siempre lo mismo.
El inspector volvió con el culpable mientras un agente le pasaba la documentación del caso.
—Señor Martínez, soy el inspector Bouzo. ¿Podría explicarme qué ha sucedido?
El hombre estaba ensimismado, mirando al frente. El sudor le chorreaba por la cara.
—Señor Martínez, ¿qué ha ocurrido?
Maldito calor —pensó Bouzo—. Siempre hace que los locos salgan a la calle y me den el día.
—Señor Martínez, mi paciencia tiene un límite. Hay testigos que le vieron apuñalar a la víctima. El arma homicida estaba en sus manos cuando llegaron los agentes. Da igual que me cuente lo que ha pasado aquí, pero eso podría ayudarle.
El hombre levantó por primera vez la vista hacia el inspector. Tenía los ojos inyectados en sangre, la cara pálida llena de salpicaduras, las manos temblorosas.
—Yo... —balbuceó —. Fue la primavera.
Bouzo suspiró. No tenía ninguna gana de estar en plena calle con ese tarado, pasando calor, pero tenían que esperar a que el juez levantase el cuerpo y, además, era el mejor momento para sacar una confesión al asesino.
—La primavera —respondió el inspector—. Continúe.
El hombre sollozó.
—Si quiere le cuento yo lo que ha pasado, a ver si acierto. —dijo Bouzo—. La señora Roca y usted tenían alguna clase de lío. Dado que usted no lleva anillo de casado y ella sí y sus direcciones no coinciden, deduzco que ella puso fin a esa relación y usted decidió acabar con su vida. Si los agentes no hubiesen intervenido a tiempo seguramente después habría acabado con la suya propia. ¿Me equivoco?
El inspector había visto tantos casos iguales, con el mismo patrón, que prácticamente podía rellenar el informe sin mirar la escena del crimen.
—Yo... ¡No! ¡Fue la primavera! —respondió Martínez.
—Sí, sí, eso ya lo sabemos todos. La primavera la sangre altera. ¿Qué me va a contar a mi?¿Sabe cuántos casos como este tenemos cada año cuando empieza el calor? ¡Haga el favor de serenarse y contarme qué ha ocurrido, hombre!
—Ella y yo... no... ¡Nunca! ¡La… la primavera! ¡No teníamos un lío!
El inspector empezó a desesperarse. Las moscas zumbaban ya a sus anchas por la escena del crimen. El juez no llegaba y el loco que tenía a sus pies no iba a cooperar. Suspiró.
—Mire, como quiera. En cuanto levanten el cuerpo nos vamos todos a comisaría y le aseguro que usted va a pasar una larga temporada en la cárcel. Si no quiere contar su historia es su problema.
Bouzo dio media vuelta buscando a algún agente que pudiese traerle una botella de agua y meter al imbécil en algún coche patrulla.
—Ella... —dijo Martínez en un susurro
El inspector se dio la vuelta, cabreado.
—Ella ¡me estaba torturando!
—¿Cómo?
—Yo... Yo ya no podía más... Yo, no podía ni salir a la calle. ¡Por su culpa! —El hombre sorbió los mocos que se deslizaban por su labio—. Ella... ¡Usted no sabe lo que es eso! ¡No lo sabe! ¡Me torturaba porque sí, sin conocerme de nada!
Bouzo miró intrigado al hombre
—¿No se conocían de nada y le torturaba?
—Bueno... Nos conocíamos, sí, pero no, no personalmente.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, yo, yo... Pues bueno, que la conocía de cuando iba a la farmacia.
—Continúe.
—De repente ella decidió torturarme. Decía que no me podía dar la medicación, que volviese el día siguiente. Y así todos los días. ¡Ya le digo que era una tortura! Sí, una tortura...
Lo sabía —pensó Bouzo—. Un loco, y encima sin medicación.
—¿Y qué era lo que no le quería vender, exactamente?
—¡Los antihistamínicos, por supuesto! ¿No ve en el estado que estoy? ¡Casi ni puedo abrir los ojos de lo que me pican!
El inspector hizo un gran esfuerzo para controlar la risa y las ganas de meterle un sopapo al tipo.
—¿Los antihistamínicos?
—Sí.
—¿Y por qué no fue a otra farmacia a buscarlos?
—Yo... Bueno... Yo...
El hombre se quedó callado, pensando. Bouzo fue consciente de que nunca se le había ocurrido la idea. Dio media vuelta, hizo un gesto a uno de los agentes y se subió al coche.

 ¡Jodida y estúpida primavera!

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Para mis compañeros documentalistas y bibliotecarios de la AE
Yavannna

2 comentarios:

  1. ¡Maravilloso!😍 Gracias por este estupendo relato.😘

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  2. ¡Maravilloso!😍 Gracias por este estupendo relato.😘

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