En el suelo las sábanas
se arrebujaban caóticas, arrancadas con furia de su horizontal
cotidianidad. Sobre la cama, entre embestidas, los dos se lamían las
heridas sin mirarse a los ojos, gimiendo distraídos en la calurosa
tarde de julio.
Por la ventana abierta
llegaba distante la última melodía de Madonna. La cortina caía
perezosa, sin moverse un ápice, el asfalto en la calle reverberaba
el calor del día.
Después de la última
acometida ella se deslizó, aún jadeante, al borde de la cama y tocó
el pecho del hombre con el reverso de la mano, distraída. En un
impulso repentino se levantó y recorrió la habitación con la
mirada buscando el bolso, no fue difícil de encontrar puesto que era
de un llamativo color teja. En dos largas zancadas lo recogió del
rincón en el que había caído y lo abrió para sacar un paquete de
tabaco.
Él la observaba aún
tumbado, se pasó la mano por el pelo pegajoso de sudor, mientras
contemplaba las sombras en la carne de ella, allí donde terminaban
los muslos, de piernas bien formadas.
–¿Te importa? –dijo
ella enseñando el paquete de Chesterfield que acababa de sacar del
abultado bolso.
–Ya sabes que no.
–Nunca habíamos estado
aquí –respondió moviendo la mano.
–No me importa, pero...
no hay cenicero ¡espera! –Él se levantó y se perdió en el
pasillo.
Cuando volvió la joven
sostenía el cigarro entre los dedos sentada al borde de la cama.
Apoyaba la cara angulosa en una de las rodillas que tenía recogida
hacia el pecho. Miraba hacia la ventana, con la vista fija más allá
del blanco visillo.
Él le acercó un
cenicero, lo cogió sonriendo con inercia mientras cambia de postura
y encendía el cigarro. Exhaló el humo hacia arriba, con furia,
aunque su semblante era tranquilo, casi aburrido.
–Si quieres me acerco a
la ventana a fumar –dijo mirándole directamente por primera vez
desde que ambos se habían levantado de la cama.
–Ya te he dicho que no
pasa nada. Mi mujer no va a volver hoy.
–Por si acaso.
–Tiene veinte días de
vacaciones, ha salido esta tarde para Venecia con unas amigas. No
volverá esta noche –dijo sonriéndola.
Se sentó a su lado y
apartó un mechón de pelo que le caía encima del ojo.
–Es bonita –sentenció
la mujer.
–¿El qué?
–Tu casa. Es bonita. No
sé, me la imaginaba más vacía.
–¿Y eso por qué?
–Yo que sé, pero
pensaba que sería una de esas casas en las que no hay nada. Un par
de muebles blancos, un sofá beige y ya está. Pero no, tienes muchos
libros, hasta aquí en la habitación y el tocadiscos ese, tan viejo.
Me gusta.
Apagó el cigarro y se
levantó a dejar el cenicero en la cómoda que había cerca de la
ventana. Allí, entre un par de adornos y una fotografía descansaba
una pila de libros. Ella torció la cabeza para leer los títulos,
cogió el primero de ellos.
-Tokio blues,
Murakami –leyó– .¿Te gusta?
Él se encogió de
hombros mientras contemplaba la silueta de la joven desnuda a
contraluz, las estrechas y morenas caderas, la melena despeinada.
-Sí, claro, pero me
gusta más Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Si lo
quieres leer te lo dejo.
Ella abrió el libro sin
ninguna piedad por la mitad, inclinándose para leer algunas líneas
al azar mientras volvía a la cama. Él arrancó el libro de sus
manos y lo tiró al suelo entre las sábanas, tumbándola de golpe.
La claridad se fue
atenuando entre los estertores de ambos.
Los dos miraban al techo,
sin tocarse.
–Podías poner música
–sugirió ella.
Él se giró, de costado
mordió el hombro de su acompañante.
–Claro, ¿qué quieres
que ponga?
–Pues no sé, algo que
te guste, que nunca haya escuchado, pero que sea en disco, quiero
saber cómo suena.
Los pasos raudos
retumbaron por la tarima oscura del salón. Desde la habitación ella
escuchó como levantaba la tapa del aparato y ponía la aguja sobre
un vinilo, subiendo el volumen para que la música llegara sin
problemas hasta la habitación.
–¿Te gusta? –le
preguntó mientras volvía a tumbarse de espaldas en la cama.
–Aún no lo sé, ¿qué
es?
–Blue in green
de Miles Davis
–¡Ahhh!
Ambos permanecieron en
silencio escuchando la canción.
–Es raro.
–¿La canción?
–contestó él.
–No. La canción es
bonita. Lo raro es que tengo la sensación de haber vivido ya esto.
–Un déjà vu.
–Sí, en cierto modo
sí, pero no. Como si supiera exactamente qué va a ocurrir ahora
–dijo ella sin apartar la vista del techo.
–Bueno, pues si sabes
qué va a ocurrir, cuéntamelo.
Cerró los pequeños ojos
verdes un segundo y se giró para mirarle. Llevaban acostándose algo
más de un mes. Se habían conocido casi de casualidad, como pasa con
todos los desconocidos. Al principio no le había parecido gran cosa,
pero según cayó la noche la certeza de acabar enredada entre las
piernas de ese hombre no le había resultado tan mala. Aquel día
acabaron en el baño de un local céntrico y las citas en hoteles y
rincones se sucedieron, sin que ninguno de ellos hiciera nada por
remediarlo.
El hombre le sacaba al
menos catorce años, pero eso no importaba. Ninguno se había
engañado con lo que allí ocurría y eso era algo que les convenía
a ambos.
–Mmm. Pues dirás que
si me quiero quedar a pasar la noche.
–Eso no es justo, es
algo que podrías haber deducido por la situación.
–No es así. Nunca
hemos pasado la noche juntos.
–Ya, pero hoy es
distinto.
Pensó en cómo
explicarle que ya había vivido la historia, miró hacia un lado,
intentando rescatar de su memoria algo que aún no había sucedido
mientras él sonreía burlón.
–El disco se va a
rallar –sentenció.
–¿Cómo que se va a
rallar? –Se sobresaltó él–. Pues lo quito.–Rápido se dirigió
corriendo al salón.
Cuando sonaban las
primeras notas de Flamenco sketches
la aguja pegó un salto y la música chirrió.
–¡Joder!¿y
esto ahora por qué?¡Menuda putada!– gritó él.
Ella
sonrió a la nada mientras trenzaba arácnida un mechón suelto de su
cabello, hebras del destino.
–¿Y
tú como narices sabías eso? No es posible que lo supieras.
–De
vez en cuando me pasa.
–Pero
¿te pasa siempre?
–No,
creo que es como un déjà vu para los demás, solo que lo que yo
“recuerdo” ocurre.
–¿Y
eso te ocurre desde hace mucho?
–Supongo,
desde que recuerdo.
La
chica se zafó del abrazo que el hombre la estaba dando y recogió
del suelo una escueta camiseta azul de tirantes con pequeñas flores
blancas.
–Entonces,
¿te quieres quedar a pasar la noche?
Ella
levantó una ceja como respuesta mientras se enfundaba unos
pantalones vaqueros cortos.
–¿Te
veo mañana?
–Ya
veremos –contestó sin mirarle.
–¿Eso
no lo sabes?
–No,
no lo sé. Ya veremos si podemos.
–Sí
que es raro.
–¿El
qué?
–Lo
que te pasa. Oye, si te vuelve a ocurrir me lo dirás ¿verdad?,
sobre todo si recuerdas el número de la lotería ¿lo harás?
Recogió
el bolso y lo colgó de su hombro mientras sonreía. Él la agarró
el brazo y la besó antes de que pudiera marcharse, tropezando con el
Murakami tirado en el suelo, lo recogió y se lo dio a la chica
mientras la acompañaba desnudo hasta la puerta.
Cuando
llegó al portal ya era de noche, pero el calor no había amainado.
Gentilmente abrió la puerta a la mujer que entraba con cara de pocos
amigos acarreando una pesada maleta.
En la
calle levantó la mirada hacia la ventana del segundo piso, aún no
había encendido la luz. Alzó el libro por un segundo, último gesto
de despedida.
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"Plagiando a Murakami". Siguiendo las premisas del artículo: Cinco cosas que no soporto de Haruki Murakami
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Yavannna
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