jueves, 30 de abril de 2015

Déjà vu

En el suelo las sábanas se arrebujaban caóticas, arrancadas con furia de su horizontal cotidianidad. Sobre la cama, entre embestidas, los dos se lamían las heridas sin mirarse a los ojos, gimiendo distraídos en la calurosa tarde de julio.
Por la ventana abierta llegaba distante la última melodía de Madonna. La cortina caía perezosa, sin moverse un ápice, el asfalto en la calle reverberaba el calor del día.

Después de la última acometida ella se deslizó, aún jadeante, al borde de la cama y tocó el pecho del hombre con el reverso de la mano, distraída. En un impulso repentino se levantó y recorrió la habitación con la mirada buscando el bolso, no fue difícil de encontrar puesto que era de un llamativo color teja. En dos largas zancadas lo recogió del rincón en el que había caído y lo abrió para sacar un paquete de tabaco.

Él la observaba aún tumbado, se pasó la mano por el pelo pegajoso de sudor, mientras contemplaba las sombras en la carne de ella, allí donde terminaban los muslos, de piernas bien formadas.

–¿Te importa? –dijo ella enseñando el paquete de Chesterfield que acababa de sacar del abultado bolso.
–Ya sabes que no.
–Nunca habíamos estado aquí –respondió moviendo la mano.
–No me importa, pero... no hay cenicero ¡espera! –Él se levantó y se perdió en el pasillo.

Cuando volvió la joven sostenía el cigarro entre los dedos sentada al borde de la cama. Apoyaba la cara angulosa en una de las rodillas que tenía recogida hacia el pecho. Miraba hacia la ventana, con la vista fija más allá del blanco visillo.

Él le acercó un cenicero, lo cogió sonriendo con inercia mientras cambia de postura y encendía el cigarro. Exhaló el humo hacia arriba, con furia, aunque su semblante era tranquilo, casi aburrido.

–Si quieres me acerco a la ventana a fumar –dijo mirándole directamente por primera vez desde que ambos se habían levantado de la cama.
–Ya te he dicho que no pasa nada. Mi mujer no va a volver hoy.
–Por si acaso.
–Tiene veinte días de vacaciones, ha salido esta tarde para Venecia con unas amigas. No volverá esta noche –dijo sonriéndola.

Se sentó a su lado y apartó un mechón de pelo que le caía encima del ojo.

–Es bonita –sentenció la mujer.
–¿El qué?
–Tu casa. Es bonita. No sé, me la imaginaba más vacía.
–¿Y eso por qué?
–Yo que sé, pero pensaba que sería una de esas casas en las que no hay nada. Un par de muebles blancos, un sofá beige y ya está. Pero no, tienes muchos libros, hasta aquí en la habitación y el tocadiscos ese, tan viejo. Me gusta.

Apagó el cigarro y se levantó a dejar el cenicero en la cómoda que había cerca de la ventana. Allí, entre un par de adornos y una fotografía descansaba una pila de libros. Ella torció la cabeza para leer los títulos, cogió el primero de ellos.

-Tokio blues, Murakami –leyó– .¿Te gusta?

Él se encogió de hombros mientras contemplaba la silueta de la joven desnuda a contraluz, las estrechas y morenas caderas, la melena despeinada.

-Sí, claro, pero me gusta más Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Si lo quieres leer te lo dejo.

Ella abrió el libro sin ninguna piedad por la mitad, inclinándose para leer algunas líneas al azar mientras volvía a la cama. Él arrancó el libro de sus manos y lo tiró al suelo entre las sábanas, tumbándola de golpe.

La claridad se fue atenuando entre los estertores de ambos.

Los dos miraban al techo, sin tocarse.

–Podías poner música –sugirió ella.

Él se giró, de costado mordió el hombro de su acompañante.

–Claro, ¿qué quieres que ponga?
–Pues no sé, algo que te guste, que nunca haya escuchado, pero que sea en disco, quiero saber cómo suena.

Los pasos raudos retumbaron por la tarima oscura del salón. Desde la habitación ella escuchó como levantaba la tapa del aparato y ponía la aguja sobre un vinilo, subiendo el volumen para que la música llegara sin problemas hasta la habitación.

–¿Te gusta? –le preguntó mientras volvía a tumbarse de espaldas en la cama.
–Aún no lo sé, ¿qué es?
Blue in green de Miles Davis
–¡Ahhh!

Ambos permanecieron en silencio escuchando la canción.

–Es raro.
–¿La canción? –contestó él.
–No. La canción es bonita. Lo raro es que tengo la sensación de haber vivido ya esto.
–Un déjà vu.
–Sí, en cierto modo sí, pero no. Como si supiera exactamente qué va a ocurrir ahora –dijo ella sin apartar la vista del techo.
–Bueno, pues si sabes qué va a ocurrir, cuéntamelo.

Cerró los pequeños ojos verdes un segundo y se giró para mirarle. Llevaban acostándose algo más de un mes. Se habían conocido casi de casualidad, como pasa con todos los desconocidos. Al principio no le había parecido gran cosa, pero según cayó la noche la certeza de acabar enredada entre las piernas de ese hombre no le había resultado tan mala. Aquel día acabaron en el baño de un local céntrico y las citas en hoteles y rincones se sucedieron, sin que ninguno de ellos hiciera nada por remediarlo.
El hombre le sacaba al menos catorce años, pero eso no importaba. Ninguno se había engañado con lo que allí ocurría y eso era algo que les convenía a ambos.

–Mmm. Pues dirás que si me quiero quedar a pasar la noche.
–Eso no es justo, es algo que podrías haber deducido por la situación.
–No es así. Nunca hemos pasado la noche juntos.
–Ya, pero hoy es distinto.

Pensó en cómo explicarle que ya había vivido la historia, miró hacia un lado, intentando rescatar de su memoria algo que aún no había sucedido mientras él sonreía burlón.

–El disco se va a rallar –sentenció.
–¿Cómo que se va a rallar? –Se sobresaltó él–. Pues lo quito.–Rápido se dirigió corriendo al salón.

Cuando sonaban las primeras notas de Flamenco sketches la aguja pegó un salto y la música chirrió.

–¡Joder!¿y esto ahora por qué?¡Menuda putada!– gritó él.

Ella sonrió a la nada mientras trenzaba arácnida un mechón suelto de su cabello, hebras del destino.

–¿Y tú como narices sabías eso? No es posible que lo supieras.
–De vez en cuando me pasa.
–Pero ¿te pasa siempre?
–No, creo que es como un déjà vu para los demás, solo que lo que yo “recuerdo” ocurre.
–¿Y eso te ocurre desde hace mucho?
–Supongo, desde que recuerdo.

La chica se zafó del abrazo que el hombre la estaba dando y recogió del suelo una escueta camiseta azul de tirantes con pequeñas flores blancas.

–Entonces, ¿te quieres quedar a pasar la noche?

Ella levantó una ceja como respuesta mientras se enfundaba unos pantalones vaqueros cortos.

–¿Te veo mañana?
–Ya veremos –contestó sin mirarle.
–¿Eso no lo sabes?
–No, no lo sé. Ya veremos si podemos.
–Sí que es raro.
–¿El qué?
–Lo que te pasa. Oye, si te vuelve a ocurrir me lo dirás ¿verdad?, sobre todo si recuerdas el número de la lotería ¿lo harás?

Recogió el bolso y lo colgó de su hombro mientras sonreía. Él la agarró el brazo y la besó antes de que pudiera marcharse, tropezando con el Murakami tirado en el suelo, lo recogió y se lo dio a la chica mientras la acompañaba desnudo hasta la puerta.

Cuando llegó al portal ya era de noche, pero el calor no había amainado. Gentilmente abrió la puerta a la mujer que entraba con cara de pocos amigos acarreando una pesada maleta.

En la calle levantó la mirada hacia la ventana del segundo piso, aún no había encendido la luz. Alzó el libro por un segundo, último gesto de despedida.

Las luces de la casa se encendieron.
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"Plagiando a Murakami". Siguiendo las premisas del artículo: Cinco cosas que no soporto de Haruki Murakami
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Yavannna

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