lunes, 13 de junio de 2016

Paquete turístico

       Esa puerta roja daba paso al fin de mi viaje.
     Había invertido unas seis lunas de Eris, 90 días terrestres, en aquella aventura. En cuanto cruzase la puerta y acabase me tocaría volver al trabajo. Es comprensible que estuviese allí parado. Nadie quiere que terminen sus vacaciones.
     Miré por última vez mi pulsera. Marcaba las coordenadas correctas y el indicador se había puesto en un llamativo color verde, para que continuase con mi paquete de vacaciones, por suerte había decidido desactivar los sonidos. No me gusta que me agobien, y menos cuando estoy descansando.
     Dí media vuelta y me metí en el primer bar que ví. Con el control que había sobre la barra pedí una bebida —esta vez había tenido suerte, el planeta contaba con buena tecnología, no podía decir lo mismo de los otros sitios por los que había pasado— Todo el viaje había quedado registrado desde el momento en el que me puse el dispositivo. Hice que la pulsera me mostrase el folleto. Aquel viaje para el que tanto había ahorrado. “Los siete pecados capitales. Viva usted aquello que sus antepasados tenían prohibido en un fantástico tour a través de los sentidos y el espacio”.

     Lo cierto es que nunca había dejado Eris. Ya, es de locos. Vivir en un planeta enano y no viajar es increíblemente estúpido, o de cobardes. Al menos eso es lo que repetían una y otra vez mis parejas y amigos. No sé, yo estaba a gusto en casa. Hasta que me harté, claro. Entonces ya no hubo vuelta atrás. Tenía que salir de aquella ratonera, aunque fuese solo seis malditas lunas.
     Activé el registro mientras le daba un sorbo a la cerveza más insulsa que he probado en mi vida. Mala señal si tenemos en cuenta lo que me esperaba.

     Había comenzado mi viaje en la estación espacial Dhol y sus famosas orgías. Lo sé, hay quién prefiere guardarse la lujuria para el final. No es mi caso. Tampoco fue para tanto. Después había dormido una luna entera, media más de lo que tenía previsto, pero ¡qué diablos, para eso estaba la pereza!, hibernando en las cámaras de Tritón. Si no podía demorarme en este punto es que algo no estaba bien planificado.
    De allí fui a Fobos para dar unas cuantas lecciones sobre la vida a los idiotas que plagaban las salas de exposiciones y ponencias. Para qué negarlo, me sentí de maravilla; un buen subidón de ánimo. Está claro, el orgullo y la soberbia van de la mano. Cuando me cansé de aquello fui a las casas de juego de Ceres y perdí y gané una buena suma, alumbrado tan solo por los focos y las luces de colores, gasté más dinero y tiempo del que tenía pensando. Me dejé atrapar por las campanas que sonaban y las cifras que oscilaban delante de mis ojos —hay quien dirá que me echaron. Prefiero pensar que fui yo el que lo dejó—
     En los verdes campos hidropónicos de Marte junté dos de los puntos del viaje. Hermosas construcciones palaciegas, hermosos cultivos y más hermosas mujeres y hombres, ricos y adinerados, nadie trabajaba. Todos eran felices. Lo envidié, es cierto. Una noche de borrachera acabé peleándome con uno de esos estúpidos marcianos, tan colmados de sí mismos, que no paraba de aleccionarme sobre cómo tener una vida mejor y por qué su existencia era fabulosa. Es imposible no cabrearse con capullos así. Terminé en el hospital, dos dientes rotos. Obligado a descansar un buen tiempo. No sé qué le ocurrió al otro tipo.
     Y para terminar había acabado allí, en los pasillos subterráneos de Haumea. Fin de trayecto. Solo un punto más por cumplir.
Había aterrizado hacía apenas una hora, por eso decidí demorarme. Como he dicho, a nadie le gusta que se acaben sus vacaciones. Sí, el tiempo del paquete era limitado y yo estaba rozando los límites, pero quería prepararme para mi pecado favorito. Una hora de más no significaba que fuese a volver sin completar el tour.
     Apuré de un trago la horrible cerveza, salí del bar y me planté delante de la puerta roja. Al acercarme la pulsera emitió un destello y varios pitidos que hicieron que las puertas se desplazasen para dejarme paso. Al otro lado me esperaba un enorme salón que albergaba una gigantesca mesa, sobre ella un par de botellas de un líquido que parecía agua. Me dirigí a la única silla que había en la estancia y me senté, esperando el último pecado de la lista. Las tripas me rugían del hambre. Excepto la cerveza de hacía un momento, no había comido en dos días terrestres, un par de inyecciones habían ayudado a mantenerme en pie. Esperé. Nada. No entendía qué estaba pasando. Comprobé la pulsera. Todo correcto. Una luz naranja parpadeaba en la pantalla —indicando que me encontraba en una de las paradas del tour disfrutando de la visita— . La mesa seguía vacía. Tenía hambre. ¡Mierda! ¿Qué estaba ocurriendo? Impaciente tamborileé con los dedos sobre la mesa. Los minutos pasaban. Nada. A la media hora decidí buscar a alguien. Mi tiempo no se había consumido. Había pagado por el paquete completo ¡Era inadmisible que me tratasen así!
   Activé el dispositivo para comunicarme con el responsable de aquello. No obtuve respuesta. Hambriento y cabreado busqué alguna consola por la sala, algún panel que me permitiese pedir mi comida y que hubiese pasado por alto. A excepción de la mesa, el agua y la silla la habitación estaba vacía. Tanteé las paredes, adornadas con holografías de bodegones y cornucopias. Mi estómago no paraba de protestar y la visión de aquellos manjares no ayudaba ¡Maldita sea!. Decidí salir de nuevo al túnel, quizá allí pudiese comunicarme con alguien de la compañía. La pulsera no emitió ningún pitido, ningún destello. Encerrado. Asustado volví a comprobar si funcionaba. Una vez más tuve acceso a mi viaje y el indicador seguía parpadeando. Parecía que funcionaba correctamente.
     Recorrí la estancia palpando las paredes, esta vez de manera más minuciosa. Las imágenes de comida a mi alrededor tililaban. Seguí sin encontrar nada. No había escapatoria.
     Volví a mi silla y me resigné. Puede que fuese un error pero la compañía sabía que estaba en aquella parada. Lo solucionarían pronto. Seguro. Mejor descansar mientras esperaba.
     No sé cuanto tiempo pasó, pero el hambre se hizo insoportable, agarré la botella de agua, vacié la mitad de un trago para saciar mi estómago. Seguía sin aparecer un alma en la sala. Cabreado volqué la mesa, una de las botellas se estrelló contra la pared y todo su contenido se derramó por el suelo. Lloré, pataleé, gemí, pedí ayuda. Seguí sin respuesta.
     La luz de la sala se apagó en algún momento. Me quedé a oscuras, alumbrado tan solo por la luz naranja que emitía mi muñeca. Intenté quitarme la pulsera. No pude. Fija hasta que acabase el viaje. Recordatorio constante de mi encierro y del hambre. ¡Tanta hambre!
     Perdí la noción del tiempo. Terminé lo que quedaba de la botella en pequeños sorbos, intentando calmarme. Fue peor. En algún momento decidí contar los destellos, paré en 5.698. Me dolía demasiado el estómago y la cabeza me daba vueltas.
     Durante mi agonía interminable una puerta se abrió al fondo, dejando pasar luz a la sala. Exhausto me dirigí hacia allí, doblado en dos, temblando. Me costaba respirar, tenía la boca tan seca que no podía tragar mi propia saliva. El trayecto fue eterno.
     Caí de rodillas cegado por la luz artificial, anduve a gatas y después me tapé los ojos hasta que conseguí ver algo. La nueva habitación, diminuta, estaba llena de comida hasta el techo, esa visión se me antojó un espejismo, así que arrastrándome cogí la primera botella que vi y la vacié de un trago sin importarme qué contenía. Era vino. Mareado pero algo más tranquilo agarré lo que tenía al alcance de la mano y empecé a devorar con ansia. Nunca había disfrutado tanto. Nunca me había sentido tan aliviado. Nunca había pasado tanta hambre. Desesperado fui comiendo todo lo que alcanzaba, arrancando a mordiscos trozos de carne sin hacer, frutas sin pelar, fruta seca, chocolate, dulces. Mi cuerpo, dolorido por la carencia de alimentos, no tardó en reaccionar y vomité todo a los pocos minutos, no me importó. Me aclaré con una botella de un líquido rojo que tenía cerca. Seguí comiendo. No sé cuantas veces vacié mi estómago, no quiero saberlo. Después de algunas horas me encontraba mejor. Seguía hambriento. Comencé a mezclar los alimentos al azar, tragué ostras con melaza, pasteles mojados en vino y comí cereales con soja. Descubrí un mundo de sabores nuevos. Estaba embriagado.
     Exhausto y lleno comprobé la pulsera. Emitía la maldita luz naranja. Me dirigí a la puerta. No se abría. Seguí comiendo.
     Borracho de comida y alcohol me derrumbé en el suelo, me despertaron las arcadas. Bebí. Seguí comiendo.
     Perdí la noción del tiempo entre la comida. La luz naranja seguía brillando. Me imaginé que nunca abrirían. Esa comida era todo lo que quedaba y la estaba agotando. Me dio igual.
    En algún momento perdí la consciencia, embadurnado, rodeado de comida y líquido, atrapado en mi propia orgía alimentaria.
     En mi inconsciencia escuché un pitido agudo. Una luz roja fija salía de mi muñeca.

   Desperté en el hospital. Un montón de agujas clavadas. Sed. El hambre había desaparecido. El estómago me había reventado, el hígado no funcionaba correctamente. Mi cuerpo ya no era puramente biológico, una nueva y cromada válvula pilórica me haría compañía a partir de ahora. El implante intradermal de insulina también haría lo suyo. 
     Sonreí. En mi muñeca, vacía, quedaba una marca. Las vacaciones habían terminado.
_________________
Yavannna

0 comentarios:

Publicar un comentario

 
Design by Studio Mommy (© Copyright 2015)