jueves, 26 de febrero de 2015

Anadiómena

“[...]And I feel them drown my name
So easy to know and forget with this kiss
I'm not afraid to go but it goes so slow[...]”1

Mientras recogía la última de las piedras que pudo encontrar en la playa y la guardaba junto a las otras en el bolsillo no podía dejar de tararear aquella melodía, posiblemente la hubiese escuchado en alguna radio según se acercaba al paseo marítimo y ahora insistía en alojarse en su mente.
La luna menguante se escondía tras las nubes de tormenta, volviendo la noche de mayo más fría de lo habitual.
Todo había empezado allí, en esas frías aguas que ahora bañaban sus tobillos. Hacía tan solo diez años los escasos espectadores que se encontraban cerca de playa Cauri tuvieron la asombrosa visión de un tumulto de chiquillas jugando despreocupadas entre el crepitar de las olas, aquellos que contemplaron la escena no dejaron de sorprenderse por la algarabía de las niñas a esas horas un anochecer de finales de Septiembre. La ilusión se desvaneció al momento, los lugareños y algún transeúnte perdido que se encontraban allí tiempo después achacarían tal visión al reflejo crepuscular sobre el agua y los miles de fragmentos de conchas que daban nombre al lugar. El sol se escondió y tornó las aguas oscuras, mas tendida en la arena se encontraba una muchacha, casi niña, de piel tan oscura como las olas que se esforzaban por arrancarla de su seno, la luz de la luna y el nácar hacían que resplandeciera ante la noche incipiente.
Fue un viejo el que se acercó a la muchacha, pensando que se trataba quizá de otro espejismo, pero al ver las pequeñas laceraciones que las conchas habían producido en la piel de la criatura se precipitó hacia ella por ver si podía salvarla o si se encontraba ante el lamentable infortunio de la muerte.
Escupiendo agua y sal la chiquilla abrió los ojos sorprendida y asustada, aterida de frío abrazó su desnudez mientras se refugiaba en el consuelo de su propio abrazo. El anciano intentó calmarla con palabras amables mientras gritaba a las gentes que aún permanecían en la calleja que llevaba al lugar que llamaran rápidamente a una ambulancia.

De esos primeros días de Innana poco se sabe, en el hospital no encontraron ningún daño considerable y los médicos no dieron con el motivo por el cual la chica no recordaba nada antes de despertarse en la playa.
El empalagoso olor de los mirtos de aquellos últimos días de verano dejó paso al regusto salado de lluvia y salitre que acompañan al otoño.

Innana permaneció ajena a sus recuerdos mientras las estaciones se sucedían una detrás de otra y la vestían de asombrosa belleza. Sus últimos días de infancia dieron paso a una mujer pausada, deseosa de salir a explorar un mundo que no recordaba, ansiosa por encontrar respuestas mas allá de la casa de acogida en la que había vivido los últimos años.

Volvió al pueblo en el que el mar había decidido escupirla tan solo con una maleta y un montón de sueños, preguntándose si los ahorros que había conseguido reunir durante un año trabajando de camarera la darían para vivir hasta que encontrar algo o decidiera marcharse.

Aquel sitio era el comienzo, su comienzo y aunque no pensaba asentarse allí era parte de sus primeros recuerdos, lo lógico era ver de dónde había venido, para ver hacia dónde habría de dirigirse.

No le fue difícil encontrar trabajo en el lugar –al menos hasta ahorrar un poco– pensó –después me iré de aquí, veré otros lugares, dejaré atrás el insistente sonido del batir de las olas, conoceré otras gentes.

Con el verano el lugar se llenó de nuevos habitantes, familias, jóvenes y artesanos que vendían sus mercancías en la plaza del pueblo, pero sobre todo trajo diversión, música, risas, fiestas en playas perdidas y por supuesto trajo a  Eníalo desviviéndose por sus atenciones.

Eníalo era música, viento fresco, promesas, juegos.

Innana pensó que la felicidad consistía en compartir con el joven las noches, mientras, de fondo la marea le susurraba canciones a lo lejos.

Con el otoño todo quedó en calma, el pueblo quedó otra vez vacío. Inanna soñaba promesas inciertas, antiguos besos.

El invierno llegó murmurando palabras suaves, huir con Eníalo, vivir lejos.

Harta ya de aquel lugar en el que no había encontrado respuestas hizo su maleta y se marchó, buscó a Eníalo, para encontrarlo en la ciudad, más taciturno, esquivo. Promesa incumplida.

Las pesadillas tardaron poco en llegar, escuchaba de lejos las olas y el bramido del mar, tan distante ahora, nunca tan lejano.
Las noches consumían a Innana. Su oscura belleza se tornó mortecina a la par que soñaba con fondos oceánicos, corales, estatuas bañadas de salitre.

Aquel mayo fue tormentoso, agua en el aire, los ojos, los sueños.

La muchacha insomne regresó al pueblo, sumida en su alucinación cada noche paseaba por la playa, canturreando una melodía queda, una llamada lejana ya cantada antes -tantas veces- por otros como ella.

Descalza en la arena recogió la última de las piedras que pudo encontrar en la playa y la juntó con las otras en el bolsillo de su amplio vestido, poco a poco se encaminó hacia las negras aguas tarareando esa melodía tan antigua, vieja y conocida. Ahora, volvía a casa, adentrándose en las profundidades tendía un puente hacia el cielo.


_______________________________

1Buckley, Jeff Grace. Columbia Records. 1994

Octubre 2014. Revisionado febrero 2015
________________________________
Yavannna

0 comentarios:

Publicar un comentario

 
Design by Studio Mommy (© Copyright 2015)