“[...]And I feel them
drown my name
So easy to know and
forget with this kiss
I'm not afraid to go
but it goes so slow[...]”1
Mientras recogía la
última de las piedras que pudo encontrar en la playa y la guardaba
junto a las otras en el bolsillo no podía dejar de tararear aquella
melodía, posiblemente la hubiese escuchado en alguna radio según se
acercaba al paseo marítimo y ahora insistía en alojarse en su
mente.
La luna menguante se escondía tras las nubes de tormenta, volviendo la noche de mayo más fría de lo habitual.
Todo había empezado
allí, en esas frías aguas que ahora bañaban sus tobillos. Hacía
tan solo diez años los
escasos espectadores que se encontraban cerca de playa Cauri tuvieron
la asombrosa visión de un tumulto de chiquillas jugando
despreocupadas entre el crepitar de las olas, aquellos que
contemplaron la escena no dejaron de sorprenderse por la algarabía
de las niñas a esas horas un anochecer de finales de Septiembre. La
ilusión se desvaneció al momento, los lugareños y algún
transeúnte perdido que se encontraban allí tiempo después
achacarían tal visión al reflejo crepuscular sobre el agua y los
miles de fragmentos de conchas que daban nombre al lugar. El sol se
escondió y tornó las aguas oscuras, mas tendida en la arena se
encontraba una muchacha, casi niña, de piel tan oscura como las olas
que se esforzaban por arrancarla de su seno, la luz de la luna y el
nácar hacían que resplandeciera ante la noche incipiente.
Fue
un viejo el que se acercó a la muchacha, pensando que se trataba
quizá de otro espejismo, pero al ver las pequeñas laceraciones que
las conchas habían producido en la piel de la criatura se precipitó
hacia ella por ver si podía salvarla o si se encontraba ante el
lamentable infortunio de la muerte.
Escupiendo
agua y sal la chiquilla abrió los ojos sorprendida y asustada,
aterida de frío abrazó su desnudez mientras se refugiaba en el
consuelo de su propio abrazo. El anciano intentó calmarla con
palabras amables mientras gritaba a las gentes que aún permanecían
en la calleja que llevaba al lugar que llamaran rápidamente a una
ambulancia.
De
esos primeros días de Innana poco se sabe, en el hospital no
encontraron ningún daño considerable y los médicos no dieron con
el motivo por el cual la chica no recordaba nada antes de despertarse
en la playa.
El
empalagoso olor de los mirtos de aquellos últimos días de verano
dejó paso al regusto salado de lluvia y salitre que acompañan al
otoño.
Innana
permaneció ajena a sus recuerdos mientras las estaciones se sucedían
una detrás de otra y la vestían de asombrosa belleza. Sus últimos
días de infancia dieron paso a una mujer pausada, deseosa de salir a
explorar un mundo que no recordaba, ansiosa por encontrar respuestas
mas allá de la casa de acogida en la que había vivido los últimos
años.
Volvió
al pueblo en el que el mar había decidido escupirla tan solo con una
maleta y un montón de sueños, preguntándose si los ahorros que
había conseguido reunir durante un año trabajando de camarera la
darían para vivir hasta que encontrar algo o decidiera marcharse.
Aquel
sitio era el comienzo, su comienzo y aunque no pensaba
asentarse allí era parte de sus primeros recuerdos, lo lógico era
ver de dónde había venido, para ver hacia dónde habría de
dirigirse.
No
le fue difícil encontrar trabajo en el lugar –al menos hasta
ahorrar un poco– pensó –después me iré de aquí, veré
otros lugares, dejaré atrás el insistente sonido del batir de las
olas, conoceré otras gentes.
Con
el verano el lugar se llenó de nuevos habitantes, familias, jóvenes
y artesanos que vendían sus mercancías en la plaza del pueblo, pero
sobre todo trajo diversión, música, risas, fiestas en playas
perdidas y por supuesto trajo a Eníalo desviviéndose por
sus atenciones.
Eníalo era música, viento fresco, promesas, juegos.
Innana
pensó que la felicidad consistía en compartir con el joven las noches, mientras, de fondo la marea le susurraba canciones a lo
lejos.
Con
el otoño todo quedó en calma, el pueblo quedó otra vez vacío. Inanna
soñaba promesas inciertas, antiguos besos.
El
invierno llegó murmurando palabras suaves, huir con Eníalo, vivir
lejos.
Harta
ya de aquel lugar en el que no había encontrado respuestas hizo su
maleta y se marchó, buscó a Eníalo, para encontrarlo en la ciudad,
más taciturno, esquivo. Promesa incumplida.
Las
pesadillas tardaron poco en llegar, escuchaba de lejos las olas y el
bramido del mar, tan distante ahora, nunca tan lejano.
Las
noches consumían a Innana. Su oscura belleza se tornó mortecina a
la par que soñaba con fondos oceánicos, corales, estatuas bañadas
de salitre.
Aquel
mayo fue tormentoso, agua en el aire, los ojos, los sueños.
La
muchacha insomne regresó al pueblo, sumida en su alucinación cada
noche paseaba por la playa, canturreando una melodía queda, una
llamada lejana ya cantada antes -tantas veces- por otros como ella.
Descalza
en la arena recogió la última de las piedras que pudo encontrar en
la playa y la juntó con las otras en el bolsillo de su amplio
vestido, poco a poco se encaminó hacia las negras aguas tarareando
esa melodía tan antigua, vieja y conocida. Ahora, volvía a casa,
adentrándose en las profundidades tendía un puente hacia el cielo.
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1Buckley,
Jeff – Grace. Columbia Records. 1994
Octubre 2014. Revisionado febrero 2015
Yavannna

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