Levanto con cuidado el estor verde y miro la calle como llevo haciendo compulsivamente durante la última media hora. Para mi desgracia la estúpida mesilla sigue allí plantada, en medio del cruce, justo donde la he abandonado hace unas horas.
Dejo
caer la cortina y paseo nervioso de un lado a otro de la habitación.
Sin saber qué hacer enciendo el décimo cigarro en lo que va de
mañana. La pequeña estancia huele a nervios, sudor y humo, tan
viejo como el papel que adorna las paredes.
No
se escucha nada fuera, ha amanecido hace una hora y los pocos
inquilinos que aún viven en esta parte de la ciudad, duermen o se
refugian en sus casas, como yo.
Reprimo
el impulso de volver a la ventana para observar aquel mueble
-cervatillo plantado en la calzada, deslumbrado de golpe por la luz
del día- esperando a que las ruedas le pasen de una jodida vez por
encima.
La
noche anterior por fin me había atrevido a hacerlo, deshacerme la
maldita mesilla de una vez por todas, pero parecía que no quería
irse de mi lado, culpándome del abandono. Y ahora permanece muda,
observándome, mientras yo cruzo los dedos aguardando
un coche que
esparza por toda la calle astillas y papeles.
Desde
hace algo más de tres años la muda presencia de aquel trasto de
madera viejo y feo me recuerda mi falta, su ausencia. Tres años de
tormento y soledad, encerrado por voluntad propia, recluido en mí
mismo. Condenado.
Había
llegado a aquel piso justo cuando la ciudad se estaba vaciando. El
centro aún no había sufrido el abandono de los barrios periféricos.
Aquellas calles aún no eran peligrosas -por entonces comenzaron los
robos; las muertes llegarían más tarde- y los edificios de oficinas
de la zona hacían que las calles estuviesen llenas a todas horas.
Los puestos ambulantes se mezclaban con el barullo del tráfico y la
gente corriendo de un lado a otro. Cinco años atrás, antes de que
todo muriese, de que definitivamente la falta de trabajo y los
crímenes acabasen con la ciudad.
Pero
ahora, histérico, vuelvo a la ventana cuando el cigarro amenaza con
quemarme los dedos. Por un instante intento contenerme. No puedo.
Aparto la tela del estor y miro el cruce. Para mi sorpresa hay un
coche parado en medio de la calle. Los nervios realmente me están
afectando si no lo he oído llegar. Una mujer canosa se baja del
asiento del piloto y se queda plantada en medio de la calle mirando
la mesilla fijamente, en conversación silenciosa. Una eternidad más
tarde, lo que dura mi aliento contenido, se pone a empujar el mueble
hasta su coche sin planteárselo dos veces; no se le ocurre intentar
abrir los cajones, cerrados con la llave que reposa al lado de mi
cenicero. ¡Maldita sea!
No
importa, al fin me deshago de aquella pesadilla marrón brillante.
Desde luego en mis sueños era destruida con la fuerza de mil
apisonadoras y la violencia de otros tantos tornados, pero eso ya no
importa. No más responsabilidad, su contenido no volverá a
desvelarme cada noche. De una vez me libro de ella, de mí mismo.
Las
patas resuenan en el asfalto. Sonrío.
Si
no fuera por las alcantarillas todo sería perfecto, pero no, allí
están, jodiéndome la mañana. La estúpida pata tiene que
engancharse y la vieja no se da cuenta, sigue empujando hasta que la
madera se parte, débil por culpa de la carcoma.
Igual
que había decidido llevarse el mueble sin pensárselo, tampoco duda
a la hora de dejarlo allí tirado, roto, riéndose de mí. Puedo
escuchar la carcajada astillada desde mi ventana.
Llegar
a la ciudad cuando todo el mundo se estaba marchando había sido la
decisión más importante de mi
existencia. Cambiar de vida, escapar. Huir de un pasado que
parecía perseguirme hiciera lo que hiciera, huir de los actos, huir
de uno mismo. Creía que sabía lo importante que era, realmente no
me imaginaba cuánto.
Siempre
había deseado vivir allí, sueño de infancia. Así que, en el
momento en el que no sabía dónde ir, me presenté en la ciudad
justo cuando, irónicamente, comenzaba a hundirse.
Conseguir
un trabajo mal remunerado no fue difícil entonces, pues los más
listos ya habían abandonado sus puestos. El cierre de varias
fábricas hacía que el mundo pareciese ir a derrumbarse sobre las
cabezas de todos, y cuando finalmente lo hizo ya era demasiado tarde
para mí, pero no me importó lo más mínimo.
Aquellos
primeros días dormía en un colchón tirado en el suelo, comía
fuera, pasaba desapercibido, con eso me bastaba para creerme feliz.
Luego, la conocí a ella. Al otro lado del pasillo, pocos metros de
distancia, mi mundo pegaría un vuelco cuando abrió la puerta por
primera vez y me sonrió.
Pasamos
de compartir saludos en la escalera a sudores las noches de verano
tan rápido que ni me di cuenta.
Su
piso era más pequeño que el mío si eso era posible, o al menos lo
parecía con aquellos muebles viejos que lo abarrotaban todo.
—La
dueña me lo alquiló amueblado —me contó una tarde estirando sus
negras y hermosas piernas, tanto como ella, plantando el pie desnudo
sobre uno de los horribles dibujos geométricos del papel pintado de
la pared.
Yo
me quedé mirando la curvatura de su muslo sin contestar, fascinado.
Ni un minuto antes había estado maldiciendo cuando me había
golpeado contra uno de aquellos horribles mamotretos que llenaban el
piso. Ella me había mirado con gesto inexpresivo, casi con fastidio,
al escuchar mis quejas.
Pasamos
los siguientes meses entre risas y jadeos, ignorando, drogados por
nuestra felicidad, el fin de la ciudad que nos acogía. Mirábamos
el cruce desde la ventana y reíamos inventándonos la vida de la
gente que se paraba en el paso de cebra, imaginábamos futuros más
felices para ellos, sin que la ciudad se derrumbase, sin que pudieran
asesinarte tan sólo por el contenido de tu cartera, nos besábamos.
Pero
ella, de vez en cuando, parecía ajena a todo, se perdía muy lejos,
dentro de si misma, atrapada en una oscuridad que no estaba a mi
alcance, lejana.
Fuera,
un coche pasando a toda velocidad me trae de vuelta a la realidad,
parece que huyera de algo, como todos ahora. Para cuando consigo
alcanzar la ventana la mesilla sigue allí, entera. Pesadilla.
Enciendo
otro cigarrillo y me acuerdo de aquella tarde de otoño en la que
toqué jugueteando la llave plateada que siempre llevaba colgada
cerca del pecho.
—¿Qué
abre? —Pregunté.
—Secretos
—Respondió sin mirarme.
—¿Qué
secretos?
Se
dio la vuelta en la cama y se quedó de lado mirándome, desnuda.
—Mis
secretos. Tus secretos.
—¿Mis
secretos?
—Sí,
también tus secretos.
—Entonces
¿Tu guardas mis secretos?
—¡Pues
claro, idiota! —bufó cansada, como siempre que le preguntaba sobre
algo personal, sobre aquellas cosas que se empeñaba en esconderme
una y otra vez.
—Me
vale. —Sonreí mientras intentaba pellizcarla.
Ahora
sé que ella tenía razón y por su culpa a penas duermo desde hace
tres años. ¡Ojalá nunca hubiera abierto esa puerta! ¡Ojalá nunca
hubiese entrado en esta casa!
Ahora
entiendo sus silencios y la mirada perdida en la noche cuando pensaba
que dormía, aunque yo jamás conciliaba el sueño. Demasiadas cosas
venían a por mí esos días.
Si
hubiera sabido entonces...
Exhalo
el humo del cigarro y el apartamento se difumina;
parece una de mis ensoñaciones. Cojo la llave. Aún conserva la
cadena y como excepción me la
cuelgo al cuello. No es necesario; ya apenas salgo.
Puedo
notar sus ojos observándome desde el pasado, felinos, peligrosos.
Casi un año más tarde de conocerla mi apartamento hacía las veces
de trastero y armario. Amaba a esa mujer con la locura ciega con la
que solo se puede amar en la decadencia, en la ruina de una ciudad
cada vez más vacía, condenada a muerte.
En
aquel momento no quería ser consciente de la situación, pero lo
cierto es que había cambiado de un trabajo a otro demasiadas veces.
Era raro que las empresas no cerrasen y se fuesen a otra parte,
cancelaban las cuentas y despedían a todo el mundo sin miramientos.
Todos los días encontraban algún cuerpo tirado en la calle, muerto
de hambre, asesinado por dinero. No era importante en aquel momento,
al menos para mí. Solo esperaba la oportunidad de poder acariciarla,
con eso me bastaba.
Cuando
llegué un día a casa estaba sentada en el suelo, con la cabeza
apoyada en el sofá, como hacía siempre que quería tomar una
decisión importante. El humo de su cigarro dibujaba arabescos en la
luz que entraba por la ventana entreabierta. Sus ojos, carbón, me
abrasaron nada más pasar.
—Me
voy —Dijo sin pestañear.
—¿Qué?
—Contesté aún sin reaccionar.
—Que
me voy.
—¿Cómo
que te vas?
—Todo
está muerto. Me voy.
—¿Todo
está muerto?
—Sí,
todo.
—¿El
qué?¿Nosotros?
—La
ciudad. Esto. Todo —Contestó enfadada, torciendo el gesto, odiando
tener que explicarme las cosas como si fuese un niño.
—¿Estamos
muertos? ¿Qué pasa? ¿Por qué te quieres ir? Nosotros no estamos
muertos.
—Aún
—dijo, tan bajo que casi no pude escucharla—. Tengo que irme ya
—me contestó, apartando la mirada.
—Pero...
—Será
mejor que vuelvas a tu piso.
—No
lo entiendo.
—No
importa.
Se
acercó a mí y, en un gesto totalmente inusual en ella, intentó
acariciarme la mejilla. Sujeté su mano.
—No.
—¿No
qué?
—No
te vas a ir. No.
—Sí,
me voy. Tú harás lo mismo, dentro de algún tiempo.
—¡No!
No sabes lo que va a pasar. ¡Deja de decir que te vas!
Ella
intentó apartarme. Huir de mí empujándome con fuerza, demasiada
fuerza. Trató de escapar de todo lo bueno que habíamos compartido
esos meses, como si no le importase lo más mínimo. Fría, con la
furia contenida en esa mirada que me atormentaba y aún hoy me
atormenta.
Ahora
oigo claramente a alguien en la calle. Me asomo, un hombre analiza la
mesilla, cuando ve que es imposible arreglarla se gira e intenta
abrir el cajón. La madera no cede a la primera. Después de unos
cuantos intentos lo consigue. Con el impulso del tirón un montón de
papeles salen volando a su alrededor, gigantescos copos de nieve.
Ese
día solté su brazo, tan solo solté su brazo, asustado por la
ferocidad de su gesto.
Sus
rizos negros aterrizaron sobre aquella estúpida mesilla, golpeándola
con fuerza.
En
un segundo estaba a su lado. La sangre manchaba oscura la moqueta y
sus ojos, ahora inexpresivos, miraban la nada, el horrible papel de
la pared. La abracé y maldije. Golpeé el mueble, salpicado de
sangre y, una llave con cadena cayó de la cerradura.
Justo
en este momento en la calle desierta el hombre mira el contenido del
cajón desparramado por el suelo, no consigo ver su expresión desde
la ventana; después curiosea lo que queda dentro.
En
mis recuerdos me veo desde fuera, sin saber qué hacer. Su cuerpo aún
caliente entre mis brazos. Cogí la llave. No sé por qué,
posiblemente por miedo, abrí el cajón.
Sus
secretos. Los míos.
Ahora,
abajo, en la calle, el hombre mira a los lados y se aleja del cruce.
No recoge nada. Los papeles siguen en el suelo, insultantes,
gritándome.
—¡Vuelve!
—mascullo —¡Vamos! ¡Líbrame de esto de una puta vez!
Recuerdo
como mi mano buscó algo a lo que aferrarse, una pequeña parcela de
cordura, mientras su cuerpo permanecía tendido en el suelo. Entonces
encontré el arma, enorme, fría. Asustado la aparté a un lado y
rebusqué en el cajón. Fotografías de desconocidos, pasaportes
falsos, papeles. Gente muerta.
Mi
foto en otro lugar, otra vida, un par de años antes. Recuerdos que
quería olvidar, de los que huir, que me habían llevado hasta
allí. Ella me había perseguido, encontrado, cazado.
Pero
ahora, harto maldigo mi suerte. No puedo más. He llegado a odiar su
memoria, sombra obsesiva, hiriente.
Golpeo
la pared, me he cansado de esperar, cierro de un portazo. Bajo las
escaleras gritando. En el edificio ya no queda nadie, tan sólo su
fantasma y mi sombra.
No
sé si lo supe entonces o la certeza llegó con los años. Creo que
ella, en el fondo, también había llegado a amarme, por eso quería
alejarse de mí, de lo que había venido a hacer.
Aquel
día la besé por última vez. Labios morados y fríos. Arrastré su
cuerpo hasta la calle en obras. Otro cadáver más en una ciudad en
ruinas.
Ya
en la calle recojo los papeles. Sus crímenes. El mío.
La
maldita mesilla guardando nuestros secretos, tantos años,
obsesionándome, acorralándome. Nuestra culpa. Nuestro amor.
Tanteo
el fondo del cajón. La pistola sigue siendo pesada y fría. Está cargada.
Cansado,
miro la ciudad vacía, tan muerta como ella, tan muerta como lo
estaré yo antes de que pase nadie. En esta ciudad en la que ambos
hemos vivido y hemos matado.
Porque
a quién le importa ya.
Yavannna
______________
Escribid sobre esa mesilla.. y eso hice
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