martes, 10 de noviembre de 2015

La llave de los secretos


Levanto con cuidado el estor verde y miro la calle como llevo haciendo compulsivamente durante la última media hora. Para mi desgracia la estúpida mesilla sigue allí plantada, en medio del cruce, justo donde la he abandonado hace unas horas.
Dejo caer la cortina y paseo nervioso de un lado a otro de la habitación. Sin saber qué hacer enciendo el décimo cigarro en lo que va de mañana. La pequeña estancia huele a nervios, sudor y humo, tan viejo como el papel que adorna las paredes.
No se escucha nada fuera, ha amanecido hace una hora y los pocos inquilinos que aún viven en esta parte de la ciudad, duermen o se refugian en sus casas, como yo.
Reprimo el impulso de volver a la ventana para observar aquel mueble -cervatillo plantado en la calzada, deslumbrado de golpe por la luz del día- esperando a que las ruedas le pasen de una jodida vez por encima.

La noche anterior por fin me había atrevido a hacerlo, deshacerme la maldita mesilla de una vez por todas, pero parecía que no quería irse de mi lado, culpándome del abandono. Y ahora permanece muda, observándome, mientras yo cruzo los dedos aguardando un coche que esparza por toda la calle astillas y papeles.

Desde hace algo más de tres años la muda presencia de aquel trasto de madera viejo y feo me recuerda mi falta, su ausencia. Tres años de tormento y soledad, encerrado por voluntad propia, recluido en mí mismo. Condenado.

Había llegado a aquel piso justo cuando la ciudad se estaba vaciando. El centro aún no había sufrido el abandono de los barrios periféricos. Aquellas calles aún no eran peligrosas -por entonces comenzaron los robos; las muertes llegarían más tarde- y los edificios de oficinas de la zona hacían que las calles estuviesen llenas a todas horas. Los puestos ambulantes se mezclaban con el barullo del tráfico y la gente corriendo de un lado a otro. Cinco años atrás, antes de que todo muriese, de que definitivamente la falta de trabajo y los crímenes acabasen con la ciudad.

Pero ahora, histérico, vuelvo a la ventana cuando el cigarro amenaza con quemarme los dedos. Por un instante intento contenerme. No puedo. Aparto la tela del estor y miro el cruce. Para mi sorpresa hay un coche parado en medio de la calle. Los nervios realmente me están afectando si no lo he oído llegar. Una mujer canosa se baja del asiento del piloto y se queda plantada en medio de la calle mirando la mesilla fijamente, en conversación silenciosa. Una eternidad más tarde, lo que dura mi aliento contenido, se pone a empujar el mueble hasta su coche sin planteárselo dos veces; no se le ocurre intentar abrir los cajones, cerrados con la llave que reposa al lado de mi cenicero. ¡Maldita sea!
No importa, al fin me deshago de aquella pesadilla marrón brillante. Desde luego en mis sueños era destruida con la fuerza de mil apisonadoras y la violencia de otros tantos tornados, pero eso ya no importa. No más responsabilidad, su contenido no volverá a desvelarme cada noche. De una vez me libro de ella, de mí mismo.

Las patas resuenan en el asfalto. Sonrío.
Si no fuera por las alcantarillas todo sería perfecto, pero no, allí están, jodiéndome la mañana. La estúpida pata tiene que engancharse y la vieja no se da cuenta, sigue empujando hasta que la madera se parte, débil por culpa de la carcoma.
Igual que había decidido llevarse el mueble sin pensárselo, tampoco duda a la hora de dejarlo allí tirado, roto, riéndose de mí. Puedo escuchar la carcajada astillada desde mi ventana.

Llegar a la ciudad cuando todo el mundo se estaba marchando había sido la decisión más importante de mi existencia. Cambiar de vida, escapar. Huir de un pasado que parecía perseguirme hiciera lo que hiciera, huir de los actos, huir de uno mismo. Creía que sabía lo importante que era, realmente no me imaginaba cuánto.
Siempre había deseado vivir allí, sueño de infancia. Así que, en el momento en el que no sabía dónde ir, me presenté en la ciudad justo cuando, irónicamente, comenzaba a hundirse.
Conseguir un trabajo mal remunerado no fue difícil entonces, pues los más listos ya habían abandonado sus puestos. El cierre de varias fábricas hacía que el mundo pareciese ir a derrumbarse sobre las cabezas de todos, y cuando finalmente lo hizo ya era demasiado tarde para mí, pero no me importó lo más mínimo.
Aquellos primeros días dormía en un colchón tirado en el suelo, comía fuera, pasaba desapercibido, con eso me bastaba para creerme feliz. Luego, la conocí a ella. Al otro lado del pasillo, pocos metros de distancia, mi mundo pegaría un vuelco cuando abrió la puerta por primera vez y me sonrió.
Pasamos de compartir saludos en la escalera a sudores las noches de verano tan rápido que ni me di cuenta.
Su piso era más pequeño que el mío si eso era posible, o al menos lo parecía con aquellos muebles viejos que lo abarrotaban todo.

La dueña me lo alquiló amueblado —me contó una tarde estirando sus negras y hermosas piernas, tanto como ella, plantando el pie desnudo sobre uno de los horribles dibujos geométricos del papel pintado de la pared.

Yo me quedé mirando la curvatura de su muslo sin contestar, fascinado. Ni un minuto antes había estado maldiciendo cuando me había golpeado contra uno de aquellos horribles mamotretos que llenaban el piso. Ella me había mirado con gesto inexpresivo, casi con fastidio, al escuchar mis quejas.

Pasamos los siguientes meses entre risas y jadeos, ignorando, drogados por nuestra felicidad, el fin de la ciudad que nos acogía. Mirábamos el cruce desde la ventana y reíamos inventándonos la vida de la gente que se paraba en el paso de cebra, imaginábamos futuros más felices para ellos, sin que la ciudad se derrumbase, sin que pudieran asesinarte tan sólo por el contenido de tu cartera, nos besábamos. Pero ella, de vez en cuando, parecía ajena a todo, se perdía muy lejos, dentro de si misma, atrapada en una oscuridad que no estaba a mi alcance, lejana.

Fuera, un coche pasando a toda velocidad me trae de vuelta a la realidad, parece que huyera de algo, como todos ahora. Para cuando consigo alcanzar la ventana la mesilla sigue allí, entera. Pesadilla.

Enciendo otro cigarrillo y me acuerdo de aquella tarde de otoño en la que toqué jugueteando la llave plateada que siempre llevaba colgada cerca del pecho.

¿Qué abre? —Pregunté.
Secretos —Respondió sin mirarme.
¿Qué secretos?

Se dio la vuelta en la cama y se quedó de lado mirándome, desnuda.

Mis secretos. Tus secretos.
¿Mis secretos?
Sí, también tus secretos.
Entonces ¿Tu guardas mis secretos?
¡Pues claro, idiota! —bufó cansada, como siempre que le preguntaba sobre algo personal, sobre aquellas cosas que se empeñaba en esconderme una y otra vez.
Me vale. —Sonreí mientras intentaba pellizcarla.

Ahora sé que ella tenía razón y por su culpa a penas duermo desde hace tres años. ¡Ojalá nunca hubiera abierto esa puerta! ¡Ojalá nunca hubiese entrado en esta casa!
Ahora entiendo sus silencios y la mirada perdida en la noche cuando pensaba que dormía, aunque yo jamás conciliaba el sueño. Demasiadas cosas venían a por mí esos días.
Si hubiera sabido entonces...

Exhalo el humo del cigarro y el apartamento se difumina; parece una de mis ensoñaciones. Cojo la llave. Aún conserva la cadena y como excepción me la cuelgo al cuello. No es necesario; ya apenas salgo.

Puedo notar sus ojos observándome desde el pasado, felinos, peligrosos. Casi un año más tarde de conocerla mi apartamento hacía las veces de trastero y armario. Amaba a esa mujer con la locura ciega con la que solo se puede amar en la decadencia, en la ruina de una ciudad cada vez más vacía, condenada a muerte.
En aquel momento no quería ser consciente de la situación, pero lo cierto es que había cambiado de un trabajo a otro demasiadas veces. Era raro que las empresas no cerrasen y se fuesen a otra parte, cancelaban las cuentas y despedían a todo el mundo sin miramientos. Todos los días encontraban algún cuerpo tirado en la calle, muerto de hambre, asesinado por dinero. No era importante en aquel momento, al menos para mí. Solo esperaba la oportunidad de poder acariciarla, con eso me bastaba.
Cuando llegué un día a casa estaba sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá, como hacía siempre que quería tomar una decisión importante. El humo de su cigarro dibujaba arabescos en la luz que entraba por la ventana entreabierta. Sus ojos, carbón, me abrasaron nada más pasar.

Me voy —Dijo sin pestañear.
¿Qué? —Contesté aún sin reaccionar.
Que me voy.
¿Cómo que te vas?
Todo está muerto. Me voy.
¿Todo está muerto?
Sí, todo.
¿El qué?¿Nosotros?
La ciudad. Esto. Todo —Contestó enfadada, torciendo el gesto, odiando tener que explicarme las cosas como si fuese un niño.
¿Estamos muertos? ¿Qué pasa? ¿Por qué te quieres ir? Nosotros no estamos muertos.
Aún —dijo, tan bajo que casi no pude escucharla—. Tengo que irme ya —me contestó, apartando la mirada.
Pero...
Será mejor que vuelvas a tu piso.
No lo entiendo.
No importa.
Se acercó a mí y, en un gesto totalmente inusual en ella, intentó acariciarme la mejilla. Sujeté su mano.
No.
¿No qué?
No te vas a ir. No.
Sí, me voy. Tú harás lo mismo, dentro de algún tiempo.
¡No! No sabes lo que va a pasar. ¡Deja de decir que te vas!

Ella intentó apartarme. Huir de mí empujándome con fuerza, demasiada fuerza. Trató de escapar de todo lo bueno que habíamos compartido esos meses, como si no le importase lo más mínimo. Fría, con la furia contenida en esa mirada que me atormentaba y aún hoy me atormenta.

Ahora oigo claramente a alguien en la calle. Me asomo, un hombre analiza la mesilla, cuando ve que es imposible arreglarla se gira e intenta abrir el cajón. La madera no cede a la primera. Después de unos cuantos intentos lo consigue. Con el impulso del tirón un montón de papeles salen volando a su alrededor, gigantescos copos de nieve.

Ese día solté su brazo, tan solo solté su brazo, asustado por la ferocidad de su gesto.
Sus rizos negros aterrizaron sobre aquella estúpida mesilla, golpeándola con fuerza.
En un segundo estaba a su lado. La sangre manchaba oscura la moqueta y sus ojos, ahora inexpresivos, miraban la nada, el horrible papel de la pared. La abracé y maldije. Golpeé el mueble, salpicado de sangre y, una llave con cadena cayó de la cerradura.

Justo en este momento en la calle desierta el hombre mira el contenido del cajón desparramado por el suelo, no consigo ver su expresión desde la ventana; después curiosea lo que queda dentro.

En mis recuerdos me veo desde fuera, sin saber qué hacer. Su cuerpo aún caliente entre mis brazos. Cogí la llave. No sé por qué, posiblemente por miedo, abrí el cajón.

Sus secretos. Los míos.

Ahora, abajo, en la calle, el hombre mira a los lados y se aleja del cruce. No recoge nada. Los papeles siguen en el suelo, insultantes, gritándome.

¡Vuelve! —mascullo —¡Vamos! ¡Líbrame de esto de una puta vez!

Recuerdo como mi mano buscó algo a lo que aferrarse, una pequeña parcela de cordura, mientras su cuerpo permanecía tendido en el suelo. Entonces encontré el arma, enorme, fría. Asustado la aparté a un lado y rebusqué en el cajón. Fotografías de desconocidos, pasaportes falsos, papeles. Gente muerta.

Mi foto en otro lugar, otra vida, un par de años antes. Recuerdos que quería olvidar, de los que huir, que me habían llevado hasta allí. Ella me había perseguido, encontrado, cazado.

Pero ahora, harto maldigo mi suerte. No puedo más. He llegado a odiar su memoria, sombra obsesiva, hiriente.
Golpeo la pared, me he cansado de esperar, cierro de un portazo. Bajo las escaleras gritando. En el edificio ya no queda nadie, tan sólo su fantasma y mi sombra.

No sé si lo supe entonces o la certeza llegó con los años. Creo que ella, en el fondo, también había llegado a amarme, por eso quería alejarse de mí, de lo que había venido a hacer.

Aquel día la besé por última vez. Labios morados y fríos. Arrastré su cuerpo hasta la calle en obras. Otro cadáver más en una ciudad en ruinas.

Ya en la calle recojo los papeles. Sus crímenes. El mío.
La maldita mesilla guardando nuestros secretos, tantos años, obsesionándome, acorralándome. Nuestra culpa. Nuestro amor.

Tanteo el fondo del cajón. La pistola sigue siendo pesada y fría. Está cargada.

Cansado, miro la ciudad vacía, tan muerta como ella, tan muerta como lo estaré yo antes de que pase nadie. En esta ciudad en la que ambos hemos vivido y hemos matado.


Porque a quién le importa ya.


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Yavannna
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Escribid sobre esa mesilla.. y eso hice

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