El viento movía la basura tirada en las vías, arrastrándola hasta el borde de la curva, amontonándola. Algunas bolsas se desprendían del montón y volaban lejos.
El
hombre estaba sentado solo en el banco, el pelo rubio despeinado, la
camisa abierta. Del bolsillo de su pantalón vaquero asomaba la punta
de una corbata guardada sin cuidado. Tenía las piernas extendidas y
abiertas, pataleaba, de tanto en tanto las cruzaba para volver a
estirarlas al momento. Los ojos rojos, entrecerrados, miraban
fijamente enfocando algún objeto abajo, entre los raíles. Daba
manotazos en el banco. De vez en cuando se llevaba la lata de cerveza
que reposaba a su lado a los labios. Maldecía cuando se daba cuenta
de que no caía líquido en su boca, después la volvía a dejar en
el banco para repetir al rato la misma escena.
Daba
más manotazos y miraba el reloj de pulsera de su muñeca, luego se
quedaba quieto otra vez, observando.
Después
de repetir lo mismo varias veces se pasó las manos por la cara y el
pelo, riendo. Finalmente cogió la lata de cerveza vacía y la tiró
al suelo junto a las otras. Aún sentado, comenzó a patearlas para
lanzarlas a la vía.
Se
levantó y miró a su espalda hacia la pequeña tienda de la
estación. Bufó al ver que estaba cerrada y volvió a tirarse en el
banco mientras miraba el reloj.
—Tarde.
¡Tarde!
El
vigilante de seguridad se le acercó, sin prisas, y se quedó a su
lado mirándolo.
—Amigo,
¿está bien?
—Sí.
—Tiene
que recoger todo esto.
—¡Vete
a la mierda!
—Está
molestando al resto de pasajeros.
—¡No
hay nadie ya! ¡Que te jodan!
—El
billete.
El
hombre, casi tumbado en el banco, manoteó con torpeza por los
bolsillos.
—No
tengo.
—Por
supuesto que no tiene. Vamos, tiene que acompañarme.
—¡No
me da la gana! ¡Espero a alguien!
—Sí,
claro. Yo también. ¡Venga! No me obligue a sacarlo por la fuerza.
El
hombre se aferró al banco y miró al vigilante a la cara. Este lo
agarró del brazo y tiró con fuerza hasta que lo obligó a
incorporarse. El hombre trastabilló por el impulso.
—¡He
dicho que vamos! No quiero llamar a la policía —dijo el vigilante.
Mientras
era arrastrado por el brazo el hombre no dejaba de mirar la vía.
—¡Espera,
espera! Aún queda un tren.
—Claro
que queda, pero no tiene billete.
Tirado
en la calle, mientras el vigilante volvía a la estación, el hombre
miró otra vez el reloj. Con torpeza, sacó del bolsillo un teléfono
móvil, apagado.
En
las vías, el último tren de la noche entró en la estación y abrió
sus puertas. No bajó nadie.
En la calle sólo quedaba
el hombre sentado en el suelo, las manos en la cabeza despeinada, el
móvil en el suelo, mirando hacia la estación desierta hasta que
amaneció.
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Yavannna
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Escena en narrador cámara
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