miércoles, 8 de abril de 2015

Ventanas iluminadas

Cada noche te pensaba, acompañado tan solo por la música que inundaba mi cabeza, convirtiendo el cuarto en algo menos frío. De vez en cuando un ruido proveniente del pasillo, hacía que me sobresaltara; alcanzaba a quitarme los cascos y esperar en la quietud de mi habitación a que algún compañero dormido o juerguista abandonara ese espacio común -purgatorio de mi existencia- y me dejara volver a la rutina. Imaginándote.

Las mañanas poco a poco se hacían más insufribles. Iba de aquel cuarto mal iluminado al trabajo; pasaba las horas mirando por la ventana hacia la calle, tan lejana, deseando escapar de esa jaula en la que yo mismo me había encerrado hacía tantos años; falsas paredes de cristal y ventanas a otros grandes edificios.

De pequeño me decían que era un chico tímido, poco sociable. No encontraba satisfacción ninguna en los juegos -bárbaros y ridículos- de mis compañeros. La adolescencia me condenó al ostracismo, como a tantos otros y, en esa indiferencia social me convertí en uno más. Con los años había aprendido a mantener las distancias, a ser libre en un mundo rodeado de gente que no paraba de chillar, ensuciar y enfangarlo todo.

Aquel día te vi, bajo el paraguas. Caminabas deprisa, buscando la boca de metro más cercana. Esa tarde... la primera, en la que tan solo pude entrever tu silueta y, sin embargo, algo hizo que no pudiera apartar la mirada de esos pasos raudos, pies pequeños golpeando la lluvia.

Tardé un tiempo en volver a verte. Desesperaba persiguiendo un fantasma, el halo de un sonido en el agua. Cuando por fin distinguí tu andar otra vez, habías cambiado las botas por zapatos abiertos, pero algo en esa forma de caminar hizo que levantara la vista hasta encontrarte.
Empecé a trazar patrones sin que nunca sospecharas de mi presencia. Anotaba mentalmente tus horarios y era feliz -al principio- tan solo con verte.
La angustia llegó cuando desapareciste un tiempo, no conseguía saber dónde estabas ¿Qué haría ahora con mi vida? No sabía en qué ocupar mis tardes, mis noches, mis vigilias velando por tu seguridad.
Aparecías a altas horas, casi siempre sola, a veces acompañada de aquel hombre, motivo de mi desdicha, desafortunado incidente en mi perfecta vida.

Cuando él desapareció, por mucho que ocultaras tu rostro tras sonrisas impostadas yo podía ver tu desconsuelo. Sabía que antes o después pasaría, en algún momento ambos volveríamos a ser felices, a pocos metros de distancia.

Los meses se sucedieron y te vi sonreír en aquel bar, con tus amigas, la calma volvió a mi rutina.
Su recuerdo fue desvaneciéndose en tu memoria, mientras yo, tan solo te esperaba en casa, en ese cuarto que era mi refugio.
Me sentaba delante de la pantalla y abría una ventana detrás de otra en el ordenador, buscándote, indagando en tu vida difundida en las redes sociales, esa de la que yo era partícipe sin que tú lo supieras, sin dejar rastro.

Pero él volvió a tu vida. Infortunio de la perfección que nos rodeaba.

Sí, es cierto, habría valido con alejarme ti -irremplazable- pero entonces ¿qué habría sido de mí?
Sabía de memoria todos tus horarios; los bares a los que ibas cuando querías estar acompañada y, los más raros, aquellos en los que te sentabas en soledad, detrás de una taza de café o una cerveza, acompañada por un libro, esos en los que tenía que imaginar tu mirada perdida, soñadora.

Aquel día, dejé la puerta del cuarto abierta, no pensaba volver. Al fondo, también abierta mi ventana a tu mundo, reflejando en las paredes tu imagen con su luz espectral.

No era como yo lo habría querido, pero esa noche estaríamos juntos, sin pantallas que nos separasen. Aquella noche al fin serías mía, del todo.

Después, poco importaba ya nada, volver a la soledad de tu ausencia, tan oscura como la muerte.
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Yavannna

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