Cada noche te pensaba, acompañado tan solo por la música que
inundaba mi cabeza, convirtiendo el cuarto en algo menos frío. De
vez en cuando un ruido proveniente del pasillo, hacía que me
sobresaltara; alcanzaba a quitarme los cascos y esperar en la quietud
de mi habitación a que algún compañero dormido o juerguista
abandonara ese espacio común -purgatorio de mi existencia- y me
dejara volver a la rutina. Imaginándote.
Las mañanas poco a poco se hacían más insufribles. Iba de aquel
cuarto mal iluminado al trabajo; pasaba las horas mirando por la
ventana hacia la calle, tan lejana, deseando escapar de esa jaula en la que yo mismo me había encerrado hacía tantos años;
falsas paredes de cristal y ventanas a otros grandes edificios.
De pequeño me decían que era un chico tímido, poco sociable. No
encontraba satisfacción ninguna en los juegos -bárbaros y
ridículos- de mis compañeros. La adolescencia me condenó al
ostracismo, como a tantos otros y, en esa indiferencia social me
convertí en uno más. Con los años había aprendido a mantener las
distancias, a ser libre en un mundo rodeado de gente que no paraba de
chillar, ensuciar y enfangarlo todo.
Aquel día te vi, bajo el paraguas. Caminabas deprisa, buscando la
boca de metro más cercana. Esa tarde... la primera, en la que tan
solo pude entrever tu silueta y, sin embargo, algo hizo que no
pudiera apartar la mirada de esos pasos raudos, pies pequeños
golpeando la lluvia.
Tardé un tiempo en volver a verte. Desesperaba persiguiendo un
fantasma, el halo de un sonido en el agua. Cuando por fin distinguí
tu andar otra vez, habías cambiado las botas por zapatos abiertos,
pero algo en esa forma de caminar hizo que levantara la vista hasta
encontrarte.
Empecé a trazar patrones sin que nunca sospecharas de mi presencia.
Anotaba mentalmente tus horarios y era feliz -al principio- tan solo
con verte.
La angustia llegó cuando desapareciste un tiempo, no conseguía
saber dónde estabas ¿Qué haría ahora con mi vida? No sabía en
qué ocupar mis tardes, mis noches, mis vigilias velando por tu
seguridad.
Aparecías a altas horas, casi siempre sola, a veces acompañada de
aquel hombre, motivo de mi desdicha, desafortunado incidente en mi
perfecta vida.
Cuando él desapareció, por mucho que ocultaras tu rostro tras
sonrisas impostadas yo podía ver tu desconsuelo. Sabía que antes o
después pasaría, en algún momento ambos volveríamos a ser
felices, a pocos metros de distancia.
Los meses se sucedieron y te vi sonreír en aquel bar, con tus
amigas, la calma volvió a mi rutina.
Su recuerdo fue desvaneciéndose en tu memoria, mientras yo, tan solo
te esperaba en casa, en ese cuarto que era mi refugio.
Me sentaba delante de la pantalla y abría una ventana detrás de
otra en el ordenador, buscándote, indagando en tu vida difundida en
las redes sociales, esa de la que yo era partícipe sin que tú lo
supieras, sin dejar rastro.
Pero
él volvió a tu vida. Infortunio de la perfección que nos rodeaba.
Sí,
es cierto, habría valido con alejarme ti -irremplazable- pero
entonces ¿qué habría sido de mí?
Sabía de memoria todos tus horarios; los bares a los que ibas cuando
querías estar acompañada y, los más raros, aquellos en los que te
sentabas en soledad, detrás de una taza de café o una cerveza,
acompañada por un libro, esos en los que tenía que imaginar tu
mirada perdida, soñadora.
Aquel día, dejé la puerta del cuarto abierta, no pensaba volver. Al
fondo, también abierta mi ventana a tu mundo, reflejando en las
paredes tu imagen con su luz espectral.
No era como yo lo habría querido, pero esa noche estaríamos juntos,
sin pantallas que nos separasen. Aquella noche al fin serías mía,
del todo.
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Yavannna
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