Fuera del teatro la
lluvia no arreciaba. La marquesina, golpeada por el agua, entonaba
una melodía metálica que llegaba más allá de los muros, hasta el
taller.
Trabajando en la mesa se
encontraba un joven de no más de veinte años, el pelo, en algún
momento peinado con esmero, estaba alborotado, algunos mechones caían
sobre sus ojos, mientras él insistía en retirarlos soplando,
concentrado en su tarea. Diseminadas por la superficie de trabajo se
encontraban herramientas de diferentes tamaños, pinzas, anteojos y
un sinfín de tuercas, engranajes y piezas de distinta índole.
La habitación era amplia
y austera. En uno de los laterales, separado por un biombo remendado,
había una cama y un armario. La puerta del fondo daba acceso a un
lúgubre pasillo que mostraba los entresijos del teatro, aunque él
principalmente la usaba para ir a un minúsculo aseo que se
encontraba cerca.
A la entrada de la
estancia había una pequeña placa metálica que él mismo había
colocado hacía poco más de un año. En letras irregulares podía
leerse:
Joel
Lo. Wing
Mecánico
constructor
Hacía dos años había
llegado a Nueva York desde la cercana Pensilvania. El smog cubría la
ciudad, llenaba las calles y la costa, era la cosa más hermosa que
nunca hubiese visto. Un mundo lleno de posibilidades con todos esos
constructos mecánicos por todas partes. Allí podría hacer lo que
siempre había soñado, su futuro estaba entre esa niebla verduzca.
Cuando Matt entró al
taller se encontró con Joel encorvado, manipulando algún artilugio.
Le había conocido al poco de llegar a la ciudad, entonces ambos
compartían habitación en una pensión cercana a la 5ª Avenida,
ganando lo suficiente como para malvivir.
-¡Venga! ¡Habíamos
quedado hace media hora!
- …
-¡Vamos, Jolo,
deja eso de una vez!
-Es solo un momento,
tengo que ajustar el transfluzador interno de...
Matt dejó de escuchar
todos los tecnicismos que su amigo le contaba. Sabía por experiencia
que no le sacaría de su ensimismamiento hasta que no hubiese
terminado. Por suerte, se habían llegado a conocer muy bien en este
tiempo; así que había quedado con él una hora antes de lo
previsto. No dejaba de parecerle irónico que una persona que se
pasaba todo el día entre mecanismos, engranajes y relojes no fuese
capaz de llegar a tiempo a ninguna parte.
Se sentó en un taburete,
apartando una montaña de ropa, y observó la minuciosidad con la que
Joel trabajaba. Lo vio apretar mecanismos imposibles hasta que,
satisfecho, dejó lo que estaba haciendo sobre la mesa y se volvió
hacia él.
-Bueno, esto está por
hoy -dijo sonriendo a la vez que se apartaba un mechón de pelo de la
cara, manchándose-. ¿Nos vamos?
-Claro, pero antes
arréglate un poco ¿quieres?
-Si me he arreglado,
hasta me he peinado, hace un rato.
Joel era consciente de la
importancia de esta cita para su amigo y se había preparado a
conciencia, incluso había usado cera para el pelo y se había puesto
sus mejores galas.
-¿Hace cuanto que te has
arreglado, Jolo?
-Poco. Luego viendo que
sobraba tiempo he decidido acabar de ajustar el transfluzador,
ya sabes, así mañana tendré más tiempo.
-Mira la hora, anda.
Cogió su reloj de
bolsillo, una de las invenciones de las que se sentía más
orgulloso, pues no necesitaba que nadie le diera cuerda, nunca.
Habían pasado cuarenta y cinco minutos desde la última vez que
comprobó la hora. Pegó un salto, alarmado.
-Pero las chicas...
¡Corre!
Matt sonrió a su amigo.
Era increíble cómo podía concentrarse en todos aquellos
mecanismos, para él inexplicables, incluso olvidándose de la
segunda cosa que más le gustaba en el mundo, las mujeres.
Nunca había conocido a
un compañero de correrías como Joel. Despedía un aire de estrella
de la canción o el teatro que hacía que las mujeres enseguida se
sintieran atraídas por él, que encontraba aquello como algo
natural, incluso fastidioso en algunas ocasiones.
Él, sin embargo, estaba
encantado, todas esas hermosas mujeres de cintura encorsetada
reparaban a la vez en su persona, menos misterioso, menos apuesto -es
cierto- pero más tenaz, amable, comprensivo.
Mientras Joel acumulaba
conquistas y nunca se sentía interesado en exceso por ninguna joven,
Matt aspiraba a encontrar entre aquellas mujeres al amor de su vida.
Era un romántico, pero también un hombre muy práctico y
consideraba que la mujer que le tenía destinada la vida seguramente
se encontrara entre las clases altas de la ciudad. A fin de cuentas,
no había venido de un pequeño pueblo a la insigne Nueva York para
acabar con una granjera.
Aquella tarde habían
quedado con dos hermosas jóvenes de alta cuna que hacía dos noches
habían asistido al teatro, fijándose en el apuesto hombre que
controlaba los autómatas. Matt vio la reacción de las señoras y no
dudó en entablar conversación con ellas, acordando una cita para su
compañero y para él mismo.
-Tranquilo, tenemos
todavía diez minutos, así que límpiate la grasa de la cara y
peínate un poco, ¡hombre!, que queremos estar presentables.
Joel salió despedido por
el estrecho pasillo, tropezando al entrar en el baño y se lavó
rápidamente la cara; con la mano húmeda intentó que el pelo se
mantuviese en su lugar y volvió a salir hacia la habitación.
-¡Venga, vámonos!¿A
qué estás esperando?
Matt, que había estado
mirando el artilugio depositado sobre la mesa, se giró,
levantándose, mientras le hacía un gesto de calma.
Parecía que le conocía
desde siempre, su historia era similar. Ambos habían llegado a la
ciudad casi a la vez, con muchos sueños en la maleta, por lo demás,
casi vacía.
Nunca había tenido un
hermano, pero consideraba que el afecto que sentía por su antiguo
compañero de cuarto debía ser algo similar. De vez en cuando, era
lo único que necesitaba para volver a la realidad, unas cervezas en
el chaflán de la esquina, rodeados de humo y hablando de mujeres.
Eso era todo lo que necesitaba, eso y las mujeres de las que hablar,
claro.
Tanteó uno de los
bolsillos de la chaqueta que había dejado sobre la cama y sacó una
pequeña flor, compuesta por piezas metálicas, observándola levantó
la mano hacia su compañero.
-Dices que la tuya te
gusta mucho ¿no? Toma, anda, es una tontería que hice el otro día,
dásela, le dices que la hiciste tú.
Tendió la mano y le
ofreció el prendedor, a fin de cuentas él ni sabía cómo eran las
mujeres con las que habían quedado aquel día.
-¡Vamos!¡Cógela!¡Que
llegamos tarde!
Depositó la rosa
metálica en la mano de Matt y tiró de él escalera arriba.
De vez en cuando no había
quién le entendiera ¡Anda que hacer esperar a una señoritas!
Resguardadas de la
lluvia, bajo la marquesina, dos jóvenes elegantes esperaban,
dándoles la espalda.
Ambos hombres se miraron
sonrientes antes de abrir la puerta.
-Señoritas -dijeron al
unísono mientras se quitaban el sombrero
La niebla envolvió las
figuras mientras se adentraban en la calle, la noche acababa de
empezar.
Continuará...
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Para mi abuelo Amando. El último de los cuatro. En recuerdo de ese New York que le vio nacer para nunca regresar.
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Yavannna
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