-¡Sandra!- Oigo que
gritan entre el gentío de la Gran Vía en plenas Navidades. Sigo mi
camino creyendo que no va conmigo, entonces me agarras del hombro
-sobresaltándome- y risueño vuelves a pronunciar mi nombre.
Hace veinte años que
nuestros caminos no se cruzan. Me sorprende mucho verte, tanto que
por un momento, no soy capaz de pronunciar palabra alguna.
-¡Joaquín!¡Vaya! Pero
¿qué tal? ¡Cuanto tiempo!
-Sigues cómo siempre
¿Cómo te va?
-Bien, aquí, haciendo un
curso -digo mientras te enseño una carpeta enorme- ¿y tú?
-De compras de Navidad,
ya sabes- Alzas unas cuantas bolsas enormes de El Corte Inglés.
Juguetes.
Sonrío. Dudo si
preguntarte si todos esos regalos son para tus hijos o quizá tus
sobrinos, muchos años nos separan.
-Bueno, el niño, nos
gusta darle algún regalo en Papá Noel, aunque luego celebramos
Reyes, pero para que tenga algo en las fiestas.
Asiento, cómo si
comprendiera realmente lo que es comprar juguetes para los niños.
Nos miramos un segundo,
notando que no tenemos nada que decirnos, o que si empezamos no
podremos parar.
-Y ¿qué tal tus padres
y tu hermano?
-Pues bien. Mi hermano
con su chica, mis padres están bien ¿qué tal tu familia?
-Mi abuelo murió. Mi
hermano se ha casado. El resto, como siempre, pero más viejos.
En fin, qué bueno
haberte visto. Tenemos que quedar tu primo, tú y yo de una vez, ir
al pueblo un día, tomarnos unos cacharros y demás.
-Sí, yo ya no voy nunca
al pueblo, pero estaría bien, un día. Tienes el teléfono de mi
primo, ¿verdad? Pues para primavera, cuando haga mejor por allí,
podíamos quedar, sí.
-Dale recuerdos a tus
padres.
-¡Claro! Lo mismo digo.
Entre empujones de la
gente me das dos besos, después de separarnos me despido con un
gesto de mano y voy rápida al metro, pensando en si algún día nos
tomaremos esos “cacharros”.
En el vagón de vuelta a
casa no consigo concentrarme en la lectura, totalmente incapaz de
entender una sola de las palabras que desfilan ante mis ojos como
fantasmas.
Recuerdo, de manera
atropellada, sobre todo días interminables de verano. Rodillas
peladas curadas con agua oxigenada y mercromina, más rojas que las
flores del vestido que mi madre se había empeñado en ponerme ese
domingo.
Me veo corriendo por
aquel patio enorme con pozo, del que bebíamos agua directamente, y
de la morera, frente a la casa.
Me pregunto si tú
recordarás aquel empacho de moras una tarde de sábado. Nuestros
hermanos, como siempre rabiando cada vez que nos subíamos a algún
árbol, porque ellos no sabían, nos decían que les lanzásemos
alguno de los frutos, y sí, alguno fue para ellos, pero lo cierto es
que nos comimos la mayoría. Aquel sabor ácido y dulce explotando en
la boca, manchando las manos, la cara, la camiseta y las piernas.
Luego, por supuesto, la regañina, entre risas escondidas tiznadas de
rosa.
De vez en cuando
coincidíamos los tres, mi primo, tú y yo. Entonces, las carreras en
bici eran más aceleradas. Dejábamos siempre atrás a los pequeños,
llegábamos aún más cubiertos de ese polvo rojo, tierra pegajosa,
pimentón del campo, Alcarria.
Casi me paso el transbordo
al recordar todo aquello. Camino por los claustrofóbicos pasillos
del metro haciendo memoria.
Escucho como si fuera
ayer a las abuelas contándose penas, ensalzando a los nietos,
demasiado jóvenes como para que aquello no les pareciera más que
una tontería de ancianas. Entrábamos todos corriendo, a por gaseosa
o agua fría, mientras ellas seguían hablando en el salón, bajito,
como esperando a que volviésemos a salir cual torbellino por la
puerta.
El tiempo nos fue
haciendo mayores, dejamos de medirnos para ver quién era más alto
¡Me sacabas más de tres cabezas!¡No podía competir ni de
puntillas!
La adolescencia nos pilló
un poco a trasmano, enfadados y reconciliados por tonterías, entre
juegos de consola en televisiones viejas. Tú comenzaste a llevar
Enduro, Bomber y pantalones ajustados. Yo un enorme piel vuelta de mi
padre que había sobrevivido a los setenta, Doc Marteens, faldas muy
cortas y camisetas de Nirvana. En la ciudad, con suerte, no nos
habríamos ni mirado; pero allí, cada vez más lejos, la infancia
pesaba sobre nosotros.
Yo dejé de ir al pueblo,
no se si tú también. Madrid me engulló, otro más de sus hijos;
pero aún conservo ese olor a jara, encina y espliego que me acompaña
cuando pienso en esas calles pequeñas y empinadas, correrías
infantiles, noches de difuntos, viejos caserones oscuros y primera
juventud.
_______________
Relato basado en algún recuerdo
Marzo 2015
_______________
Yavannna
0 comentarios:
Publicar un comentario