Esa
puerta roja daba paso al fin de mi viaje.
Había
invertido unas seis lunas de Eris, 90 días terrestres, en aquella
aventura. En cuanto cruzase la puerta y acabase me tocaría volver al
trabajo. Es comprensible que estuviese allí parado. Nadie quiere que
terminen sus vacaciones.
Miré
por última vez mi pulsera. Marcaba las coordenadas correctas y el
indicador se había puesto en un llamativo color verde, para que
continuase con mi paquete de vacaciones, por suerte había decidido
desactivar los sonidos. No me gusta que me agobien, y menos cuando
estoy descansando.
Dí
media vuelta y me metí en el primer bar que ví. Con el control que
había sobre la barra pedí una bebida —esta vez había tenido
suerte, el planeta contaba con buena tecnología, no podía decir lo
mismo de los otros sitios por los que había pasado— Todo el viaje
había quedado registrado desde el momento en el que me puse el
dispositivo. Hice que la pulsera me mostrase el folleto. Aquel viaje
para el que tanto había ahorrado. “Los siete pecados capitales.
Viva usted aquello que sus antepasados tenían prohibido en un
fantástico tour a través de los sentidos y el espacio”.
Lo
cierto es que nunca había dejado Eris. Ya, es de locos. Vivir en un
planeta enano y no viajar es increíblemente estúpido, o de
cobardes. Al menos eso es lo que repetían una y otra vez mis parejas
y amigos. No sé, yo estaba a gusto en casa. Hasta que me harté,
claro. Entonces ya no hubo vuelta atrás. Tenía que salir de aquella
ratonera, aunque fuese solo seis malditas lunas.
Activé
el registro mientras le daba un sorbo a la cerveza más insulsa que
he probado en mi vida. Mala señal si tenemos en cuenta lo que me
esperaba.
Había
comenzado mi viaje en la estación espacial Dhol y sus famosas
orgías. Lo sé, hay quién prefiere guardarse la lujuria para el
final. No es mi caso. Tampoco fue para tanto. Después había dormido
una luna entera, media más de lo que tenía previsto, pero ¡qué
diablos, para eso estaba la pereza!, hibernando en las cámaras de
Tritón. Si no podía demorarme en este punto es que algo no estaba
bien planificado.
De
allí fui a Fobos para dar unas cuantas lecciones sobre la vida a los
idiotas que plagaban las salas de exposiciones y ponencias. Para qué
negarlo, me sentí de maravilla; un buen subidón de ánimo. Está
claro, el orgullo y la soberbia van de la mano. Cuando me cansé de
aquello fui a las casas de juego de Ceres y perdí y gané una buena
suma, alumbrado tan solo por los focos y las luces de colores, gasté
más dinero y tiempo del que tenía pensando. Me dejé atrapar por
las campanas que sonaban y las cifras que oscilaban delante de mis
ojos —hay quien dirá que me echaron. Prefiero pensar que fui yo el
que lo dejó—
En
los verdes campos hidropónicos de Marte junté dos de los puntos del
viaje. Hermosas construcciones palaciegas, hermosos cultivos y más
hermosas mujeres y hombres, ricos y adinerados, nadie trabajaba.
Todos eran felices. Lo envidié, es cierto. Una noche de borrachera
acabé peleándome con uno de esos estúpidos marcianos, tan colmados
de sí mismos, que no paraba de aleccionarme sobre cómo tener una
vida mejor y por qué su existencia era fabulosa. Es imposible no
cabrearse con capullos así. Terminé en el hospital, dos dientes
rotos. Obligado a descansar un buen tiempo. No sé qué le ocurrió
al otro tipo.
Y
para terminar había acabado allí, en los pasillos subterráneos de
Haumea. Fin de trayecto. Solo un punto más por cumplir.
Había
aterrizado hacía apenas una hora, por eso decidí demorarme. Como he
dicho, a nadie le gusta que se acaben sus vacaciones. Sí, el tiempo
del paquete era limitado y yo estaba rozando los límites, pero
quería prepararme para mi pecado favorito. Una hora de más no
significaba que fuese a volver sin completar el tour.
Apuré
de un trago la horrible cerveza, salí del bar y me planté delante
de la puerta roja. Al acercarme la pulsera emitió un destello y
varios pitidos que hicieron que las puertas se desplazasen para
dejarme paso. Al otro lado me esperaba un enorme salón que albergaba
una gigantesca mesa, sobre ella un par de botellas de un líquido que
parecía agua. Me dirigí a la única silla que había en la estancia
y me senté, esperando el último pecado de la lista. Las tripas me
rugían del hambre. Excepto la cerveza de hacía un momento, no había
comido en dos días terrestres, un par de inyecciones habían ayudado
a mantenerme en pie. Esperé. Nada. No entendía qué estaba pasando.
Comprobé la pulsera. Todo correcto. Una luz naranja parpadeaba en la
pantalla —indicando que me encontraba en una de las paradas del
tour disfrutando de la visita— . La mesa seguía vacía. Tenía
hambre. ¡Mierda! ¿Qué estaba ocurriendo? Impaciente tamborileé
con los dedos sobre la mesa. Los minutos pasaban. Nada. A la media
hora decidí buscar a alguien. Mi tiempo no se había consumido.
Había pagado por el paquete completo ¡Era inadmisible que me
tratasen así!
Activé
el dispositivo para comunicarme con el responsable de aquello. No
obtuve respuesta. Hambriento y cabreado busqué alguna consola por la
sala, algún panel que me permitiese pedir mi comida y que hubiese
pasado por alto. A excepción de la mesa, el agua y la silla la
habitación estaba vacía. Tanteé las paredes, adornadas con
holografías de bodegones y cornucopias. Mi estómago no paraba de
protestar y la visión de aquellos manjares no ayudaba ¡Maldita
sea!. Decidí salir de nuevo al túnel, quizá allí pudiese
comunicarme con alguien de la compañía. La pulsera no emitió
ningún pitido, ningún destello. Encerrado. Asustado volví a
comprobar si funcionaba. Una vez más tuve acceso a mi viaje y el
indicador seguía parpadeando. Parecía que funcionaba correctamente.
Recorrí
la estancia palpando las paredes, esta vez de manera más minuciosa.
Las imágenes de comida a mi alrededor tililaban. Seguí sin
encontrar nada. No había escapatoria.
Volví
a mi silla y me resigné. Puede que fuese un error pero la compañía
sabía que estaba en aquella parada. Lo solucionarían pronto.
Seguro. Mejor descansar mientras esperaba.
No
sé cuanto tiempo pasó, pero el hambre se hizo insoportable, agarré
la botella de agua, vacié la mitad de un trago para saciar mi
estómago. Seguía sin aparecer un alma en la sala. Cabreado volqué
la mesa, una de las botellas se estrelló contra la pared y todo su
contenido se derramó por el suelo. Lloré, pataleé, gemí, pedí
ayuda. Seguí sin respuesta.
La
luz de la sala se apagó en algún momento. Me quedé a oscuras,
alumbrado tan solo por la luz naranja que emitía mi muñeca. Intenté
quitarme la pulsera. No pude. Fija hasta que acabase el viaje.
Recordatorio constante de mi encierro y del hambre. ¡Tanta hambre!
Perdí
la noción del tiempo. Terminé lo que quedaba de la botella en
pequeños sorbos, intentando calmarme. Fue peor. En algún momento
decidí contar los destellos, paré en 5.698. Me dolía demasiado el
estómago y la cabeza me daba vueltas.
Durante
mi agonía interminable una puerta se abrió al fondo, dejando pasar
luz a la sala. Exhausto me dirigí hacia allí, doblado en dos,
temblando. Me costaba respirar, tenía la boca tan seca que no podía
tragar mi propia saliva. El trayecto fue eterno.
Caí
de rodillas cegado por la luz artificial, anduve a gatas y después
me tapé los ojos hasta que conseguí ver algo. La nueva habitación,
diminuta, estaba llena de comida hasta el techo, esa visión se me
antojó un espejismo, así que arrastrándome cogí la primera
botella que vi y la vacié de un trago sin importarme qué contenía.
Era vino. Mareado pero algo más tranquilo agarré lo que tenía al
alcance de la mano y empecé a devorar con ansia. Nunca había
disfrutado tanto. Nunca me había sentido tan aliviado. Nunca había
pasado tanta hambre. Desesperado fui comiendo todo lo que alcanzaba,
arrancando a mordiscos trozos de carne sin hacer, frutas sin pelar,
fruta seca, chocolate, dulces. Mi cuerpo, dolorido por la carencia de
alimentos, no tardó en reaccionar y vomité todo a los pocos
minutos, no me importó. Me aclaré con una botella de un líquido
rojo que tenía cerca. Seguí comiendo. No sé cuantas veces vacié
mi estómago, no quiero saberlo. Después de algunas horas me
encontraba mejor. Seguía hambriento. Comencé a mezclar los
alimentos al azar, tragué ostras con melaza, pasteles mojados en
vino y comí cereales con soja. Descubrí un mundo de sabores nuevos.
Estaba embriagado.
Exhausto
y lleno comprobé la pulsera. Emitía la maldita luz naranja. Me
dirigí a la puerta. No se abría. Seguí comiendo.
Borracho
de comida y alcohol me derrumbé en el suelo, me despertaron las
arcadas. Bebí. Seguí comiendo.
Perdí
la noción del tiempo entre la comida. La luz naranja seguía
brillando. Me imaginé que nunca abrirían. Esa comida era todo lo
que quedaba y la estaba agotando. Me dio igual.
En
algún momento perdí la consciencia, embadurnado, rodeado de comida
y líquido, atrapado en mi propia orgía alimentaria.
En
mi inconsciencia escuché un pitido agudo. Una luz roja fija salía
de mi muñeca.
Desperté
en el hospital. Un montón de agujas clavadas. Sed. El hambre había
desaparecido. El estómago me había reventado, el hígado no
funcionaba correctamente. Mi cuerpo ya no era puramente biológico,
una nueva y cromada válvula pilórica me haría compañía a partir
de ahora. El implante intradermal de insulina también haría lo
suyo.
Sonreí. En mi muñeca, vacía, quedaba una marca. Las
vacaciones habían terminado.
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Yavannna