jueves, 5 de enero de 2023

Empleado del mes

    “Los cínicos no sirven para este oficio” Suena una vez más por cada altavoz con soniquete metálico. -

    Cada hora en punto la misma cantinela. Quizá alguien pensó que sería una buena motivación pero, si pidieran mi opinión, diría que lo idearon como tortura, a fin de cuentas somos convictos. Asesinos.


    Durante mi primer año en órbita cumpliendo condena la frase me taladraba el cerebro, ahora solo es un zumbido molesto.

    –Lis ciniquis ni sirvin...- respondo con retintín mientras compruebo por última vez si el arma tiene suficiente carga y mi placa tiene la autorización necesaria. Pulso el botón de eyección de la cápsula orbital.

    –Tiempo estimado captura de objetivo: 70 minutos. Regreso de Estación B34TY8 de Marte, 148 minutos. – Grita el panel del vehículo.


    Sonrío mientras la nave sale propulsada. Más que cumpliendo una condena estoy en el Paraíso. Suerte que me apresaran. Alguien como yo, seguramente. Sí, puede que sea un cínico, pero adoro mi trabajo.


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Yavannna

martes, 3 de enero de 2023

Trabajo temporal


– Los cínicos no sirven para este oficio. –dice sonriendo de medio lado, como recordando una broma personal.

Seguimos sentados en la mesa del bar donde nos conocimos hace dos días. Él toma un café tan caliente como cargado mientras yo observo, en silencio, mi vaso vacío, esperando. 

Contacté con él  de la forma habitual. No era lo que esperaba, aunque no sé muy bien que esperaba, pero eso no importaba, necesitaba el dinero y él no hacía demasiadas preguntas, con eso valía. Yo también le había decepcionado, podía notarlo. Una pena, comenzaba a caerme bien y eso es raro en mi.

Dos días lluviosos siguiéndole, comprobación rutinaria, pero no me gustan las sorpresas en el trabajo y, mucho menos, que me engañen.

Sonríe, desilusionado. 

– Entonces, ¿ahora soy yo el trabajo? –pregunta sabiendo que no responderé. 

Suspiro. Otra vez que no cobraré. Odio cuando no me toman en serio.

El veneno de su café comienza a hacer efecto. 

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Yavannna

lunes, 17 de julio de 2017

Un trabajo tranquilo

Nunca quise ser enterrador, pero ya ves, la vida es así y no había ningún otro trabajo disponible.
¿Y a mi qué me cuentas? Te estarás preguntando. Es más, hace un par de semanas hasta te habría parecido gracioso, curioso o yo que sé el conocer a un enterrador. Lo sé, me ha pasado muchas veces. Ligar ya era otra cosa, a nadie le gusta que le digan en un bar “soy enterrador” A todo el mundo le recuerda que un día tendrá que morir y eso siempre, pero siempre, da mal rollo y quita las ganas de echar un buen polvo.
Pero ahora me necesitas, a mi y otros cuantos como yo, acostumbrados al cementerio, a los ataúdes, al mal olor y los llantos de la familia y amigos. Ahora NOS NECESITAS. Ahora ya no soy el bicho raro, el cuervo de mal agüero... Ahora soy el tío al que vienes buscando para que te ayude en esta situación de mierda.
¿Quién nos lo habría dicho hace dos semanas? Desde luego yo no me lo habría creído y tú seguramente ni te hubieses acordado de que la gente como yo existe y es necesaria. Antes lo era, necesaria, hoy somos imprescindibles, ¿verdad?

Sí, voy a ayudarte, deja de lloriquear un rato, anda, pero necesito tomarme una cerveza y charlar un rato. Estoy cansado de toda esta mierda ¿sabes? ¡Venga siéntate! Ya arreglaremos el mundo luego. No hay prisa, todavía tenemos tiempo.

¿Qué si no entré en pánico hace dos semanas dices? ¡Por quién me tomas! Cualquiera en su sano juicio habría entrado en pánico. Tú también lo hiciste ¿no? Solo que yo los tenía más cerca, los vi aparecer antes. Me escondí cagado de miedo hasta que no pude más y la desesperación dejó paso al valor. Dicen que la supervivencia nos hace héroes.
Todo fue muy confuso aquí ¿Dónde te pilló a ti?¿En el piso 30 de un rascacielos? Seguro que hasta tuviste tiempo de volver a casa. Joder, nunca voy a olvidar a aquella familia. Los primeros en caer. Sus caras de incredulidad, alivio, esperanza y horror. Estaban enterrando a la abuela. 96 años tenía la mujer, una familia grande. Estaban todos. Siempre he sido partidario de las cremaciones. Si hubiesen incinerado a la pobre yaya todos se habrían ido tan tranquilos a casa. Pero no, tradiciones, seis pies bajo tierra. Todo bonito hasta que la abuela sale escopetada del ataúd corriendo más que en sus mejores años, con todo ese maquillaje mortuorio ridículo y sus mejores galas... y decide zamparse a su esposo, y ya que está, a toda la puñetera familia. ¡Claro que salí por patas! ¡Aquello era una locura! No estás preparado para algo así. Da igual cuantos libros hayas leído o cuantas pelis de Romero hayas visto. Es una puta locura que no puede estar pasando. Pero va y pasa ¡Joder! Y tiene que pasar en tu turno.
El día siguiente seguíamos aquí encerrados, escuchando las noticias muy quietos, esperando a que los jodidos zombies entrasen a comernos de una vez por todas. Pero no, parece que rehuían el sitio. Es el olor de la carne quemada, ahora lo sé. Sí, para vosotros también tuvo que ser una pesadilla, lo sé, lo sé, pero no teníais a los putos muertos levantándose de sus tumbas en donde estabais, ¿a que no?
Acierto y error. Así aprendimos a combatirlos la primera semana. Éramos siete, hoy quedamos dos. Ni caso a las guías de supervivencia, las películas o series que hayas visto. Esos cabrones odian el fuego. Y sí, también pueden morir... o volver a hacerlo.

¿Qué si encontrarán la causa o la cura? ¡Yo qué se!¡Qué se encarguen de eso los médicos y los científicos! A mi me contrataron para vigilar este cementerio y a sus muertos y es lo que hago.

¿Y quién dices que se ha levantado esta vez?¿Tu hija?
Ni idea de por qué unos se levantan antes que otros. O por qué a algunos les cuesta salir más de sus tumbas. Ni puñetera idea.

Vale, dale a ese botón y espera un rato. Ya está, crematorio encendido. ¿No quieres venir conmigo? Lo entiendo, lo entiendo. Cierra la puerta cuando salga, cuando vuelva daré tres golpes. Alcánzame la pala. Ya me encargo yo. El pago ya lo sabes. Ahhh y si te da por morirte que sea fuera de este cementerio, ¿de acuerdo? Ya me estoy cansando de tanto muerto dando paseitos.

Un trabajo tranquilo decía la oferta. Un trabajo tranquilo que podrás compatibilizar con tu familia o estudios ¡Ja! Un trabajo tranquilo...  

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DEP Mr George A. Romero. Esperemos que sea el primero en levantarse y comerse unos cuantos cerebros.
Yavannna

martes, 9 de mayo de 2017

Maldita primavera

El inspector Bouzo se detuvo junto a la escena del crimen. No cabía duda alguna sobre quién era el culpable.
Sentado en el suelo, sobre un charco de sangre, un hombre de unos cuarenta años se abrazaba las piernas. Ojos enrojecidos, aún moqueante. Si no fuera por los años que llevaba en la profesión, Bouzo hasta se habría compadecido de él. Unos pasos detrás del hombre, el cadáver reposaba sobre la acera en una postura extraña, tapado con una manta reflectante. Bouzo dejó al hombre, custodiado por sus compañeros, y se dirigió a ver el cuerpo. Debajo de la manta encontró a una mujer de unos treinta años, pelo corto, mirada ya perdida, apuñalada repetidas veces. En un análisis preliminar, observó que la mujer llevaba ropa cómoda, zapatos planos, anillo de casada. Bouzo suspiró. Por supuesto. Otro crimen pasional. Siempre lo mismo.
El inspector volvió con el culpable mientras un agente le pasaba la documentación del caso.
—Señor Martínez, soy el inspector Bouzo. ¿Podría explicarme qué ha sucedido?
El hombre estaba ensimismado, mirando al frente. El sudor le chorreaba por la cara.
—Señor Martínez, ¿qué ha ocurrido?
Maldito calor —pensó Bouzo—. Siempre hace que los locos salgan a la calle y me den el día.
—Señor Martínez, mi paciencia tiene un límite. Hay testigos que le vieron apuñalar a la víctima. El arma homicida estaba en sus manos cuando llegaron los agentes. Da igual que me cuente lo que ha pasado aquí, pero eso podría ayudarle.
El hombre levantó por primera vez la vista hacia el inspector. Tenía los ojos inyectados en sangre, la cara pálida llena de salpicaduras, las manos temblorosas.
—Yo... —balbuceó —. Fue la primavera.
Bouzo suspiró. No tenía ninguna gana de estar en plena calle con ese tarado, pasando calor, pero tenían que esperar a que el juez levantase el cuerpo y, además, era el mejor momento para sacar una confesión al asesino.
—La primavera —respondió el inspector—. Continúe.
El hombre sollozó.
—Si quiere le cuento yo lo que ha pasado, a ver si acierto. —dijo Bouzo—. La señora Roca y usted tenían alguna clase de lío. Dado que usted no lleva anillo de casado y ella sí y sus direcciones no coinciden, deduzco que ella puso fin a esa relación y usted decidió acabar con su vida. Si los agentes no hubiesen intervenido a tiempo seguramente después habría acabado con la suya propia. ¿Me equivoco?
El inspector había visto tantos casos iguales, con el mismo patrón, que prácticamente podía rellenar el informe sin mirar la escena del crimen.
—Yo... ¡No! ¡Fue la primavera! —respondió Martínez.
—Sí, sí, eso ya lo sabemos todos. La primavera la sangre altera. ¿Qué me va a contar a mi?¿Sabe cuántos casos como este tenemos cada año cuando empieza el calor? ¡Haga el favor de serenarse y contarme qué ha ocurrido, hombre!
—Ella y yo... no... ¡Nunca! ¡La… la primavera! ¡No teníamos un lío!
El inspector empezó a desesperarse. Las moscas zumbaban ya a sus anchas por la escena del crimen. El juez no llegaba y el loco que tenía a sus pies no iba a cooperar. Suspiró.
—Mire, como quiera. En cuanto levanten el cuerpo nos vamos todos a comisaría y le aseguro que usted va a pasar una larga temporada en la cárcel. Si no quiere contar su historia es su problema.
Bouzo dio media vuelta buscando a algún agente que pudiese traerle una botella de agua y meter al imbécil en algún coche patrulla.
—Ella... —dijo Martínez en un susurro
El inspector se dio la vuelta, cabreado.
—Ella ¡me estaba torturando!
—¿Cómo?
—Yo... Yo ya no podía más... Yo, no podía ni salir a la calle. ¡Por su culpa! —El hombre sorbió los mocos que se deslizaban por su labio—. Ella... ¡Usted no sabe lo que es eso! ¡No lo sabe! ¡Me torturaba porque sí, sin conocerme de nada!
Bouzo miró intrigado al hombre
—¿No se conocían de nada y le torturaba?
—Bueno... Nos conocíamos, sí, pero no, no personalmente.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, yo, yo... Pues bueno, que la conocía de cuando iba a la farmacia.
—Continúe.
—De repente ella decidió torturarme. Decía que no me podía dar la medicación, que volviese el día siguiente. Y así todos los días. ¡Ya le digo que era una tortura! Sí, una tortura...
Lo sabía —pensó Bouzo—. Un loco, y encima sin medicación.
—¿Y qué era lo que no le quería vender, exactamente?
—¡Los antihistamínicos, por supuesto! ¿No ve en el estado que estoy? ¡Casi ni puedo abrir los ojos de lo que me pican!
El inspector hizo un gran esfuerzo para controlar la risa y las ganas de meterle un sopapo al tipo.
—¿Los antihistamínicos?
—Sí.
—¿Y por qué no fue a otra farmacia a buscarlos?
—Yo... Bueno... Yo...
El hombre se quedó callado, pensando. Bouzo fue consciente de que nunca se le había ocurrido la idea. Dio media vuelta, hizo un gesto a uno de los agentes y se subió al coche.

 ¡Jodida y estúpida primavera!

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Para mis compañeros documentalistas y bibliotecarios de la AE
Yavannna

lunes, 13 de junio de 2016

Paquete turístico

       Esa puerta roja daba paso al fin de mi viaje.
     Había invertido unas seis lunas de Eris, 90 días terrestres, en aquella aventura. En cuanto cruzase la puerta y acabase me tocaría volver al trabajo. Es comprensible que estuviese allí parado. Nadie quiere que terminen sus vacaciones.
     Miré por última vez mi pulsera. Marcaba las coordenadas correctas y el indicador se había puesto en un llamativo color verde, para que continuase con mi paquete de vacaciones, por suerte había decidido desactivar los sonidos. No me gusta que me agobien, y menos cuando estoy descansando.
     Dí media vuelta y me metí en el primer bar que ví. Con el control que había sobre la barra pedí una bebida —esta vez había tenido suerte, el planeta contaba con buena tecnología, no podía decir lo mismo de los otros sitios por los que había pasado— Todo el viaje había quedado registrado desde el momento en el que me puse el dispositivo. Hice que la pulsera me mostrase el folleto. Aquel viaje para el que tanto había ahorrado. “Los siete pecados capitales. Viva usted aquello que sus antepasados tenían prohibido en un fantástico tour a través de los sentidos y el espacio”.

     Lo cierto es que nunca había dejado Eris. Ya, es de locos. Vivir en un planeta enano y no viajar es increíblemente estúpido, o de cobardes. Al menos eso es lo que repetían una y otra vez mis parejas y amigos. No sé, yo estaba a gusto en casa. Hasta que me harté, claro. Entonces ya no hubo vuelta atrás. Tenía que salir de aquella ratonera, aunque fuese solo seis malditas lunas.
     Activé el registro mientras le daba un sorbo a la cerveza más insulsa que he probado en mi vida. Mala señal si tenemos en cuenta lo que me esperaba.

     Había comenzado mi viaje en la estación espacial Dhol y sus famosas orgías. Lo sé, hay quién prefiere guardarse la lujuria para el final. No es mi caso. Tampoco fue para tanto. Después había dormido una luna entera, media más de lo que tenía previsto, pero ¡qué diablos, para eso estaba la pereza!, hibernando en las cámaras de Tritón. Si no podía demorarme en este punto es que algo no estaba bien planificado.
    De allí fui a Fobos para dar unas cuantas lecciones sobre la vida a los idiotas que plagaban las salas de exposiciones y ponencias. Para qué negarlo, me sentí de maravilla; un buen subidón de ánimo. Está claro, el orgullo y la soberbia van de la mano. Cuando me cansé de aquello fui a las casas de juego de Ceres y perdí y gané una buena suma, alumbrado tan solo por los focos y las luces de colores, gasté más dinero y tiempo del que tenía pensando. Me dejé atrapar por las campanas que sonaban y las cifras que oscilaban delante de mis ojos —hay quien dirá que me echaron. Prefiero pensar que fui yo el que lo dejó—
     En los verdes campos hidropónicos de Marte junté dos de los puntos del viaje. Hermosas construcciones palaciegas, hermosos cultivos y más hermosas mujeres y hombres, ricos y adinerados, nadie trabajaba. Todos eran felices. Lo envidié, es cierto. Una noche de borrachera acabé peleándome con uno de esos estúpidos marcianos, tan colmados de sí mismos, que no paraba de aleccionarme sobre cómo tener una vida mejor y por qué su existencia era fabulosa. Es imposible no cabrearse con capullos así. Terminé en el hospital, dos dientes rotos. Obligado a descansar un buen tiempo. No sé qué le ocurrió al otro tipo.
     Y para terminar había acabado allí, en los pasillos subterráneos de Haumea. Fin de trayecto. Solo un punto más por cumplir.
Había aterrizado hacía apenas una hora, por eso decidí demorarme. Como he dicho, a nadie le gusta que se acaben sus vacaciones. Sí, el tiempo del paquete era limitado y yo estaba rozando los límites, pero quería prepararme para mi pecado favorito. Una hora de más no significaba que fuese a volver sin completar el tour.
     Apuré de un trago la horrible cerveza, salí del bar y me planté delante de la puerta roja. Al acercarme la pulsera emitió un destello y varios pitidos que hicieron que las puertas se desplazasen para dejarme paso. Al otro lado me esperaba un enorme salón que albergaba una gigantesca mesa, sobre ella un par de botellas de un líquido que parecía agua. Me dirigí a la única silla que había en la estancia y me senté, esperando el último pecado de la lista. Las tripas me rugían del hambre. Excepto la cerveza de hacía un momento, no había comido en dos días terrestres, un par de inyecciones habían ayudado a mantenerme en pie. Esperé. Nada. No entendía qué estaba pasando. Comprobé la pulsera. Todo correcto. Una luz naranja parpadeaba en la pantalla —indicando que me encontraba en una de las paradas del tour disfrutando de la visita— . La mesa seguía vacía. Tenía hambre. ¡Mierda! ¿Qué estaba ocurriendo? Impaciente tamborileé con los dedos sobre la mesa. Los minutos pasaban. Nada. A la media hora decidí buscar a alguien. Mi tiempo no se había consumido. Había pagado por el paquete completo ¡Era inadmisible que me tratasen así!
   Activé el dispositivo para comunicarme con el responsable de aquello. No obtuve respuesta. Hambriento y cabreado busqué alguna consola por la sala, algún panel que me permitiese pedir mi comida y que hubiese pasado por alto. A excepción de la mesa, el agua y la silla la habitación estaba vacía. Tanteé las paredes, adornadas con holografías de bodegones y cornucopias. Mi estómago no paraba de protestar y la visión de aquellos manjares no ayudaba ¡Maldita sea!. Decidí salir de nuevo al túnel, quizá allí pudiese comunicarme con alguien de la compañía. La pulsera no emitió ningún pitido, ningún destello. Encerrado. Asustado volví a comprobar si funcionaba. Una vez más tuve acceso a mi viaje y el indicador seguía parpadeando. Parecía que funcionaba correctamente.
     Recorrí la estancia palpando las paredes, esta vez de manera más minuciosa. Las imágenes de comida a mi alrededor tililaban. Seguí sin encontrar nada. No había escapatoria.
     Volví a mi silla y me resigné. Puede que fuese un error pero la compañía sabía que estaba en aquella parada. Lo solucionarían pronto. Seguro. Mejor descansar mientras esperaba.
     No sé cuanto tiempo pasó, pero el hambre se hizo insoportable, agarré la botella de agua, vacié la mitad de un trago para saciar mi estómago. Seguía sin aparecer un alma en la sala. Cabreado volqué la mesa, una de las botellas se estrelló contra la pared y todo su contenido se derramó por el suelo. Lloré, pataleé, gemí, pedí ayuda. Seguí sin respuesta.
     La luz de la sala se apagó en algún momento. Me quedé a oscuras, alumbrado tan solo por la luz naranja que emitía mi muñeca. Intenté quitarme la pulsera. No pude. Fija hasta que acabase el viaje. Recordatorio constante de mi encierro y del hambre. ¡Tanta hambre!
     Perdí la noción del tiempo. Terminé lo que quedaba de la botella en pequeños sorbos, intentando calmarme. Fue peor. En algún momento decidí contar los destellos, paré en 5.698. Me dolía demasiado el estómago y la cabeza me daba vueltas.
     Durante mi agonía interminable una puerta se abrió al fondo, dejando pasar luz a la sala. Exhausto me dirigí hacia allí, doblado en dos, temblando. Me costaba respirar, tenía la boca tan seca que no podía tragar mi propia saliva. El trayecto fue eterno.
     Caí de rodillas cegado por la luz artificial, anduve a gatas y después me tapé los ojos hasta que conseguí ver algo. La nueva habitación, diminuta, estaba llena de comida hasta el techo, esa visión se me antojó un espejismo, así que arrastrándome cogí la primera botella que vi y la vacié de un trago sin importarme qué contenía. Era vino. Mareado pero algo más tranquilo agarré lo que tenía al alcance de la mano y empecé a devorar con ansia. Nunca había disfrutado tanto. Nunca me había sentido tan aliviado. Nunca había pasado tanta hambre. Desesperado fui comiendo todo lo que alcanzaba, arrancando a mordiscos trozos de carne sin hacer, frutas sin pelar, fruta seca, chocolate, dulces. Mi cuerpo, dolorido por la carencia de alimentos, no tardó en reaccionar y vomité todo a los pocos minutos, no me importó. Me aclaré con una botella de un líquido rojo que tenía cerca. Seguí comiendo. No sé cuantas veces vacié mi estómago, no quiero saberlo. Después de algunas horas me encontraba mejor. Seguía hambriento. Comencé a mezclar los alimentos al azar, tragué ostras con melaza, pasteles mojados en vino y comí cereales con soja. Descubrí un mundo de sabores nuevos. Estaba embriagado.
     Exhausto y lleno comprobé la pulsera. Emitía la maldita luz naranja. Me dirigí a la puerta. No se abría. Seguí comiendo.
     Borracho de comida y alcohol me derrumbé en el suelo, me despertaron las arcadas. Bebí. Seguí comiendo.
     Perdí la noción del tiempo entre la comida. La luz naranja seguía brillando. Me imaginé que nunca abrirían. Esa comida era todo lo que quedaba y la estaba agotando. Me dio igual.
    En algún momento perdí la consciencia, embadurnado, rodeado de comida y líquido, atrapado en mi propia orgía alimentaria.
     En mi inconsciencia escuché un pitido agudo. Una luz roja fija salía de mi muñeca.

   Desperté en el hospital. Un montón de agujas clavadas. Sed. El hambre había desaparecido. El estómago me había reventado, el hígado no funcionaba correctamente. Mi cuerpo ya no era puramente biológico, una nueva y cromada válvula pilórica me haría compañía a partir de ahora. El implante intradermal de insulina también haría lo suyo. 
     Sonreí. En mi muñeca, vacía, quedaba una marca. Las vacaciones habían terminado.
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Yavannna

Un último beso

    Beso tus labios fríos por última vez. El carmín rojo se pega a mi boca con deje dulce. De fondo, sin embargo, le invade el sabor acre de la muerte.
    —Te echaré de menos —recuerdo que dijiste aquella tarde de verano. 
    Yo entonces tan solo huí llorando, pensando que eras una cobarde, que ya no me querías.
    La tierra roja cubría nuestros pies desnudos, el viento jugaba con los girasoles y el trigo plantados en el campo de al lado y las moscas —insistentes, molestas— me acompañaron mientras me alejaba de ti. Se avecinaba tormenta.
    Ahora, un año más tarde, dejo tu cabeza en el suelo a los pies de aquel roble en el que grabamos nuestros nombres. Grito al aire de nuestro amor. Tu pecado.
    Observo tus ojos aún abiertos fijos en la nada. El calor es sofocante este verano, como lo fue aquel otro en el que me dejaste. Sudo, miro tu cara amoratada y me permito llorar por aquello que fuimos en ese lugar perdido. Nosotras, tan solo eso, una palabra que lo definía todo. Nosotras.
    Observo tu mano. La marca del anillo reciente me trae su recuerdo, el hombre con el que te habías casado tanto tiempo antes, la mentira de tu vida, mi desolación. Una mosca se posa en tu dedo, incidiendo sobre lo que no pudimos ser, la aparto. La cuerda cortada reposa al lado de mis rodillas manchadas. 
    Clavo los dedos en la tierra roja mientras escucho como un coche se acerca, las sirenas rompen la paz sin perturbar tu sueño. Ya nunca lo harán.
    ¿Por qué querías que yo, precisamente yo, encontrase tu cuerpo?
    Los médicos bajan del coche. Tarde. Te dejo tendida en el suelo. Las moscas se posan en tu cara. No puedo volver a mirarte —nunca más—. Toco el corazón en el tronco del árbol. Alguien tachó mi nombre. Quizá fue él, espero que no fueras tú. No es reciente.

    Mientras llegan hasta nosotras soy incapaz de escuchar otra cosa que el zumbido de las malditas moscas. Ese ruido serás para siempre


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Yavannna

martes, 5 de enero de 2016

Muñeco de nieve




El frío se colaba por las rendijas de la casa. El calendario de la pared no marcaba ninguna X —aún—. Arranqué de golpe un montón de hojas, a fin de cuentas Agosto era nuestro mes —siempre lo sería—. Daba igual que para entonces ya me hubiese derretido.
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Yavannna
 
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